Hay cosas que debe resolver la justicia y cosas que debe resolver el diálogo político, y cuando la justicia entra inadecuadamente a decidir cuestiones políticas, todo lo arruina.
La justicia belga acaba de rechazar la extradición de tres consellers del gobierno catalán. Ya empezamos. Alguien dirá: “¡Ojo! exconsellers huidos de la justicia”, y alguien replicará: “Oye, consellers exiliados ante la persecución política”. Vale. No vamos a entrar ahí ahora. Ahora me interesa otra cosa: ¿Hay posibilidad de revisar con cierta distancia y racionalidad lo que está pasando? Intentémoslo.
¿Cuál está siendo el papel de la justicia española en todo el proceso? ¿Y cuál debería ser? La imagen de la justicia española en Europa ha caído un poco más con esta resolución belga, pero se ha señalado inmediatamente que no es que no llevase la razón, sino que ha sido una cuestión de forma. ¿Cuestión de forma? Si uno lee con cuidado, descubrirá que el problema ha sido que el juez Llarena ha ido recorriendo todos los vericuetos legales para poder trincar con la mayor severidad a los acusados, y esto le ha llevado a cometer errores incomprensibles. Los expertos podrán explicarlo mejor, pero mi parecer es que han pesado otros condicionantes en su procedimiento, y estos le han nublado la vista hasta caer en esos errores; en efecto, una cuestión de formas.
No es fácil comprender la torpeza de la justicia española, a no ser que se tenga en cuenta el componente enturbiador de las cuestiones ideológicas sobre las jurídicas: jamás ningún paciente pregunta si el médico que le toca es de derecha, de izquierda o antinacionalista, pero los jueces nos tendrán que explicar por qué es tan fundamental el sesgo ideológico del juez en sus procedimientos y sentencias; esto está reduciendo su autoridad moral y el respeto que la sociedad les debería tener. Sabemos ahora que el gobierno español decide incumplir su compromiso de cancelar la aplicación del 155; podría estar incurriendo en prevaricación y fraude de ley -por no hablar de arbitrariedad política-, pero no hay problema: la justicia española no lo condenará.
La justicia no está ayudando a resolver el problema, sino lo está enconando, crispando, haciéndolo definitivamente irresoluble. Seremos muy torpes si creemos que la cuestión catalana (y las que vendrán) se resuelve por la vía penal con cárcel y amenazas; ¿de verdad alguien se lo cree?
Hay cosas que debe resolver la justicia y cosas que debe resolver el diálogo político, y cuando la justicia entra inadecuadamente a decidir cuestiones políticas, todo lo arruina. La vicepresidenta española se arrogaba el mérito de haber “descabezado” al nacionalismo catalán por la vía penal, una nueva “campana de Huesca” llena de torpeza política que, además de violentar la separación de poderes, ignora que estas épicas “victorias” sólo certifican la derrota moral del gobierno español, que no sabe convencer y sólo busca vencer, como sea; de la historia debería aprender que el que saldrá fortalecido será el espíritu de resistencia catalanista.
Los evangélicos debemos elevar un poco la perspectiva; debemos volver a preguntarnos cuál es el lugar de la política, de las instituciones, de los acuerdos políticos (entre ellos, la constitución). Todos estos son instrumentos, no son fines en sí mismos ni se imponen dogmáticamente, sino por acuerdo; y cuando el acuerdo falla, hay que recomponerlo, no encomendarlo todo sin más a la ley. Y hay algo de falsedad detrás de esa solemnidad con la que se sentencia que la ley es la ley y hay que cumplirla, porque mientras Llarena metía en la cárcel al día siguiente a los consellers, algún miembro de la familia real sigue en la calle mucho tiempo después de su juicio; se está mostrando que la ley vale para un roto y para un descosido, según los intereses políticos, y se está convirtiendo en un mero instrumento de la política; cuando la justicia se deja condicionar por objetivos político-ideológicos, gana poder ejecutivo, pero pierde autoridad. Los jueces y los políticos españoles son responsables de estar politizando la judicatura y judicializando la política; es una deriva peligrosa no ya para la cuestión catalana, sino para la democracia española.
Situémonos donde nos situemos, hay una pregunta fundamental que nos debemos hacer y que nadie tiene ni la visión ni la valentía de plantear: ¿Por qué la mayoría de los catalanes se quiere ir? ¿Por qué? ¿Acaso se han vuelto todos locos? Es la primera pregunta imprescindible para dar salida al problema. Y esta nos lleva a otra elemental: ¿Qué hemos hecho entre todos para que esto suceda? Y cuando esto planteo, no juzgo necesariamente que sea bueno o malo, porque en Europa se han producido muchos procesos nacionales de independencia, y muchos promovidos por protestantes; lo que afirmo es que, sea cual sea el resultado, se está procesando mal.
Es fácil encontrar cabezas de turco, más fácil demonizar al contrario, más aún negarle el pan y la sal y proclamar que aquí hemos vivido felizmente juntos durante siglos, pensando todos en español y compartiendo las mismas elevadas metas, y aquí vienen unos románticos decimonónicos a entorpecer nuestras grandiosas singladuras. ¿Cómo es posible que tantos evangélicos españoles reproduzcan esta salmodia? ¿Acaso su memoria colectiva no les trae al corazón aquellas proclamas de que los recién llegados protestantes destruían la unidad de España de tantos siglos y eran la fuente de muchos males de la nación? ¿Acaso han olvidado aquel “no se puede ser protestante y al mismo tiempo buen español”? ¿Acaso no perciben un renacer de aquel dogmatismo que elude toda autocrítica y resuelve toda discrepancia demonizando al hereje?
La identidad nacional no se impone, se reconoce; es estúpido intentar obligar a nadie a reconocer una identidad que no siente; es más sabio preguntarse por qué no la siente, por qué la mayoría de los catalanes no se reconocen españoles. Aprendamos de la Palabra: ¿Acaso Dios nos impone la identidad de hijos suyos? ¿No deja esto a nuestra decisión? ¿Se nos impone o nos persuade?
Y construyamos con cuidado el relato, el de esa historia en la que muchos no nos encontramos representados. Aprendamos de la Biblia, con qué insobornable veracidad construye el relato de la historia de Israel y con qué crudeza señala las miserias de sus más destacados personajes. Así se debe construir el relato, y con él la identidad nacional que se quiere definir.
Y nos queda un tema fundamental que no podemos resolver con sentencias ni con la constitución: ¿Quién es el sujeto político de decisión? Para abordarlo hemos de revisar toda la doctrina bíblica sobre las identidades nacionales; ¿nos atreveremos a hacerlo liberados de épica guerrera y con sometimiento a la Palabra?
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