La oración modelo de Jesús en la prueba: “Que tu fe no falte”.
La inesperada partida de Lluna Araguàs a la patria celestial nos ha conmocionado como pueblo evangélico. La muerte repentina de una vida joven es lo más antinatural que puede haber; si, además, es una vida llena de fe y de servicio al Señor, entonces sacude con fuerza nuestros corazones y despierta preguntas de difícil respuesta.
La familia Araguàs es la que vive el dolor de la separación con mayor intensidad y ellos están de forma muy especial en nuestro corazón y en nuestra oración. Mucho dolor ha causado también entre los estudiantes de G.B.U, donde LLuna era una líder destacada y muy querida.
Es significativo que la familia de los G.B.U se ha visto conmocionada por la muerte prematura de algunos de sus líderes estudiantiles más destacados en siete ocasiones desde 1979: Mari Carmen Berdayes, Rolando González, Tuula Waris, Reme Sahuquillo, Abigail Ruiz, Abigail Garrido y ahora LLuna nos han dejado en la flor de la vida, en plena juventud, de forma tan inesperada como humanamente incomprensible.
En momentos así la perplejidad y la fe se entremezclan. Sobran las palabras y los argumentos.
Sólo tres bálsamos nos ayudan a mitigar la crudeza del dolor: el calor de la compañía, el silencio de la reflexión y la esperanza de la fe.
Y es aquí donde unas breves pero profundísimas palabras del Señor Jesús, horas antes del sufrimiento más injusto en Getsemaní, se nos aparecen como un consuelo supremo: «Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti que tu fe no falte» (Lc. 22:31-32).
Formidable oración. Estamos aquí ante una auténtica oración modelo en la hora de la prueba. Contiene a la vez una explicación y una palabra de afirmación. Estas dos frases han sido columna de mi fe en los duelos más duros de mi vida, aquellos momentos cuando las palabras no pueden expresar el dolor desgarrador. No es el momento de entrar en la primera de las frases, el papel del diablo en las tragedias que acosan a los santos de Dios. Como hemos dicho, no es hora de razones, sino de emociones.
La segunda frase, por el contrario, ilumina nuestra oscuridad y la llena de esperanza: “pero yo he rogado por ti que tu fe no falte». Jesús quería enseñarle a Pedro una lección esencial: en la hora del sufrimiento lo más importante no es entender enigmas, sino encontrar a Dios; la pregunta clave no es «¿por qué Dios?», sino «¿dónde está Dios ahora?». Y entonces descubrimos que Jesús en persona, el gran intercesor, está orando por nosotros y llorando con nosotros, de la misma manera que se conmovió profundamente ante la tumba de Lázaro y lloró.
¿Por qué el Señor ora así? Ante la inminencia del sufrimiento injusto que se avecinaba, Jesús podía haber pedido muchas cosas por sus apóstoles. Podía orar, por ejemplo, para que el Padre les evitara la prueba, o que proveyera una salida adecuada, o que el sufrimiento fuera lo más breve posible; todo ello entraría dentro de las peticiones legítimas de un creyente abrumado por el dolor. Tampoco Jesús se entretiene en darle explicaciones a Pedro sobre las aflicciones que se avecinaban: el cómo, el por qué, cuánto tiempo, etc. Se limita a una frase tan escueta como elocuente: “he orado para que tu fe no falte».
Ésta es la súplica que todo creyente puede y necesita hacer en medio del sufrimiento más intenso. Cuando la tormenta arrecia, la fe es el bien supremo a preservar y a cultivar. Ello es así por muchas razones: en la prueba la fe es la columna que nos sostiene, es el alimento que nos fortalece, es la luz que alumbra nuestra oscuridad, es el vínculo inquebrantable que nos mantiene unidos a Cristo (Ro. 8:38-39). Pero hay una razón que viene primero: la fe es el mayor tesoro que puede tener el creyente, es el bien más preciado a guardar. En palabras del mismo Pedro (¡lo había aprendido bien!) la fe es «mucho más preciosa que el oro». Por ello, cuando atravesamos «el valle de sombra» lo primordial es cuidar tu fe, «que tu fe no falte».
Saber y sentir que el mismo Señor que rogó por Pedro está orando y llorando por mí es la experiencia más necesaria en la hora del dolor incomprensible. Nos ayuda a salir del horno de fuego fortalecidos y con una esperanza renovada.
Lloramos, sí, lloramos la muerte de Lluna, pero nuestras lágrimas son lágrimas llenas de esperanza. La fe en Cristo no nos hace inmunes al dolor de la separación, pero no lloramos “como los que no tienen esperanza» (1 Tes. 4:13) porque sabemos “que el que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús, y nos presentará juntamente con vosotros” (2 Cor. 4:14).
La visión de la esperanza es la visión de la eternidad y abre ante nuestros ojos una perspectiva que deviene bálsamo para el corazón herido. Como cristianos tenemos la certeza de que hay un segundo acto en el drama de la vida porque Cristo “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Tim. 1:10).
Y en este segundo acto se hará realidad la gloriosa promesa de Isaías 60:20:
“No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque Jehová te será por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados”.
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