“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. ¡Terrible grito! El Señor, el Omnipotente, asumiendo nuestro abandono, El Verbo que era en el principio, asumiendo nuestra soledad.
Quizás el cielo y la tierra se conmovieron al unísono. El gran grito de angustia, sonó en el Gólgota. Lugar de horror ya que todos los fantasmas de la muerte se deslizaban por allí con sonrisas o carcajadas macabras. Aunque ese espacio de muerte fuera bello, aunque ese monte era parte de la creación de Dios, para los judíos era un lugar macabro, lugar de lamentos, de sufrimiento hasta la muerte. Dicen que, incluso, tomó la forma de una calavera que daba miedo a los humanos que lo miraban desde la perspectiva de las muertes por crucifixión que allí se realizaban.
Jesús también profería sus quejas, pero, a su vez, usó la cumbre de esta calavera donde se puso la cruz como si fuera el gran púlpito desde que el Rey de Reyes y Señor de Señores iba a hablar. La gran cátedra de la historia. No ha habido otro escenario, otro plataforma con más repercusión en el mundo.
Así, el gran grito del Maestro, el alarido que estremeció los cielos y la tierra, tenía un buen entorno. Era el paisaje triste de los gritos de dolor, de la tortura, del derramamiento de sangre, del sufrimiento, del abandono, de la burla, del terror. La cosa más curiosa es que en ese lugar de la calavera, se pudo ejecutar también a algunos inocentes. Entre ellos, al Dios de la vida.
Desde esa cátedra divina, la cruz, no sólo se pronunció este gran grito del que vamos a hablar, sino que hubo otras frases o palabras ampliamente comentadas por toda la humanidad. Quizás, la que más nos afecta a nosotros como pecadores y, quizás, también a sus verdugos, es ésta: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
No. Éste no es el grito que retumbó tanto en el cielo como en la tierra. Esto era una frase de perdón sin límites, una frase que cuesta trabajo comprender si la aplicamos también a sus verdugos. ¿Sabían éstos lo que hacían? Pero esta frase de perdón no fue su terrible grito de angustia. Era como si en ese momento de abandono hubiera dudado por algunos momentos del apoyo del Padre. ¡Tanto dolor, tanto sufrimiento!
Seguro que en todo el entorno habría ruidos diversos. No sólo los de los gritos de los ajusticiados, sino de tantos y tantos curiosos que en estos casos se acercan ante el olor de la muerte. Se nos dice que allí había incluso gritos escarnecedores contra Jesús. ¿Cuántos, en este ambiente oyeron sus palabras de perdón? Los ruidos de las burlas quitaban toda capacidad de concentración en las palabras, en la enseñanza que estaba surgiendo de esa cátedra de horror, pero santificada por el mismísimo Hijo de Dios.
Quizás también hubiera llantos de algunos de los que amaban a Jesús. Sin embargo, los más cercanos, los testigos que conservaron estas enseñanzas desde la cátedra o púlpito más extraño del mundo, estaban atentos a sus enseñanzas, a su voz. Pero aún faltaba el grito, el alarido que habría de oírse en toda la humanidad, el que habría de hacer temblar toda la tierra, quizás también los lugares celestiales.
Seguro que su cuerpo humano estaba debilitado. Una debilidad que, a los ojos de los hombres le incapacitaba para que su voz sonara como el gran megáfono del mundo. Pero Él era el Dios de los milagros y, en ese momento de agotamiento, de sed y de asfixia por el peso de su propio cuerpo colgado en el madero, potenció sus pulmones, su garganta, sus cuerdas vocales. Tenía necesidad de gritar para que todo el mundo escuchara ese lamento que atronó los oídos de todos.
Grito misterioso que parecía provenir de lo alto. Grito de invocación al Padre. Grito que debería dejar en la historia su sentir, su sufrir por salvarnos a todos nosotros. Fue tanto el impacto que recibieron los discípulos y también las personas que después oirían el relato, que han dejado siempre estas palabras de Jesús en su pronunciación original, en el idioma en el que se lanzó el grito. Nadie se atrevía a cambiarlo. Lo único que se atrevían a hacer era decirlo tal y como sonó y, luego, traducirlo con toda reverencia y respeto. El Dios de la vida estaba sufriendo por nosotros.
El grito fue éste. Estos fueron los sonidos desgarradores que salieron de la boca de Jesús: “Eloi, Eloi, ¿Lama sabactani?”. Nadie quería ni se atrevía a cambiar esos sonidos originales. Lo único que se atrevieron a decir era que ese gran grito significaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. ¡Terrible grito! El Señor, el Omnipotente, asumiendo nuestro abandono, El Verbo que era en el principio, asumiendo nuestra soledad. Quizás se estaba uniendo al grito de los abandonados del mundo. Tuvo que notar y experimentar hasta el silencio de Dios.
Desde este grito, en estos días en los que recordamos la Semana Santa, queremos recordar esa voz y situación de Jesús con agradecimiento y, además, unirnos al gran grito de todos los abandonados de la tierra.
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