Tanto del Este como del Oeste aumentan los fanatismos y la intolerancia en el seno de las religiones.
La secta está definida y localizada. El espíritu sectario, en cambio, es más difícil de materializar. Vive disfrazado de pietismo y de amor a la verdad en los corazones de quienes dirigen los grandes movimientos evangélicos y en líderes de congregaciones locales.
El espíritu sectario está haciendo mucho daño al Cristianismo de Cristo en Estados Unidos y en países de América Latina principalmente. En España, para nuestra desgracia, tampoco nos libramos de él.
Entre los muchos males que estamos padeciendo a principios del siglo XXI figura también la resurrección del talante de Diótrefes y de Alejandro el calderero, hombres fanáticos y ambiciosos que causaron grandes problemas en iglesias del primer siglo y que amargaron los últimos años de San Juan y San Pablo.
Según el estupendo estudio de Ronald Enrath sobre el tema, las tres señales inequívocas del espíritu sectario son el ensalzamiento del individuo y de determinados puntos de doctrina, el empeño en desconectar a las personas de sus congregaciones locales con el pretexto de que no poseen toda la verdad, y su negativa tajante a cooperar con otros cristianos que no pertenezcan a su grupo.
En tanto que las ideologías extremistas disminuyen en el mundo secular, tanto del Este como del Oeste, aumentan los fanatismos y la intolerancia en el seno de las religiones. El integrismo islámico es buena prueba de ello. También los movimientos conservadores en el seno de la Iglesia católica y de determinadas confesiones evangélicas.
Sospechosos fundamentalistas del campo evangélico han emprendido una nueva cruzada para matar al hereje. Dan muestra de aquel espíritu inquisitorial que tiñó de vergüenza y de sangre muchas páginas de la historia del Cristianismo. No torturan los cuerpos porque no pueden hacerlo. En cambio, martirizan las almas y condenan a diestra y siniestra a todos los que no comparten cien por cien sus creencias. Han arrebatado de las manos de Cristo las llaves del cielo, del infierno y de la muerte, y son ellos quienes abren y cierran a capricho. Abren el cielo a los miembros de su grupo y lo cierran al resto de la humanidad. Franquean la entrada del infierno a todo el universo humano y reservan los rincones celestiales para ellos y para sus seguidores.
Son los herederos anónimos pero potenciales de todas las tragedias que ha protagonizado un cristianismo humanizado: en ellos vive la violencia de las cruzadas y el refinamiento sádico de la inquisición; el despotismo de Enrique VIII y los ataques de ira de Martín Lutero; la intolerancia de Calvino y la maldad de Torquemada.
¡Dios nos libre de esta plaga amenazante y contaminante!
Se autodenominan defensores del Evangelio. Pero el Evangelio ¿nos ha sido dado para que lo defendamos o para que lo anunciemos? Se proclaman custodios de la sana doctrina y olvidan que la doctrina más sana es el amor a Dios y a los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios. Se dicen defensores de la fe, pero de un tipo de fe expresado en doctrinas propias y en conceptos particulares de la Biblia, no de la fe universal del Libro Sagrado.
¿Qué hacemos con este espíritu sectario? ¿Lo denunciamos? ¿Lo silenciamos? ¿Lo combatimos? Si hiciéramos esto último, caeríamos en su misma trampa. Lo más sensato es vadear sus dominios para no pisar su misma tierra, apartarnos del camino por el que transitan y seguir nuestra senda llenando los pulmones de aire fresco con la mirada extendida hacia el firmamento, donde todo es diferente.
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