Si hay algo más importante que sanar, hacer milagros, profetizar, discernir, hablar en lenguas o interpretarlas es vivir en amor, vivir para el amor, vivir amando.
La primera carta que Pablo escribió a los corintios nos da una idea bastante clara de lo que era una Iglesia en los primeros años del Cristianismo. Aunque se trata de una carta de circunstancias y no contiene las tesis doctrinales que se aprecian en Romanos y Gálatas, no por ello carece de doctrina.
El capítulo 12 es esencialmente doctrinal. Es el capítulo de los carismas, de los dones. “Palabra de sabiduría”, “palabra de ciencia”, “dones de sanidades”, “hacer milagros”, “profecía”, “discernimiento de espíritus”, “diversos géneros de lenguas”, “interpretación de lenguas”, es decir, las gracias ideales para satisfacer el ego humano, que en multitud de casos conduce a la soberbia espiritual.
Sin embargo, las nueve palabras últimas del capítulo dan un tajo mortal a la doctrina en beneficio del amor. Una mayoría de personas que afirman poseer esos dones no se caracteriza precisamente por el amor al prójimo, bien sea el prójimo creyente o ateo. A la vista está.
Concedemos una importancia descomunal a la doctrina y marginamos el amor. La doctrina es ley que mata, el amor es espíritu que vivifica. La doctrina es el sábado hecho ley, el amor es el hombre antepuesto al sábado. La doctrina es el fuego que pedimos al cielo o encendemos en la tierra para exterminar a los supuestos descarriados; el amor es la compasión ante el error. La doctrina es un camino; el amor es el camino más excelente.
Si hay algo más importante que sanar, hacer milagros, profetizar, discernir, hablar en lenguas o interpretarlas es vivir en amor, vivir para el amor, vivir amando.
Los cristianos que triunfan ante los ojos de Dios son aquellos que predican y practican la doctrina del amor.
Dios no es doctrina. Dios es amor. Así lo afirma la Biblia.
La doctrina divide, el amor une.
La unidad de los cristianos hay que forjarla en lo auténticamente divino, en la dimensión universal del hombre, no en los conceptos humanos vertidos en la doctrina elaborada en los rincones del cerebro.
Los muros doctrinales marginan a Dios, limitan la vista de Dios. Hay que destruir esas murallas que aprisionan la doctrina, liberar a Dios y fundirse en amor con el prójimo.
Aferrarse a un esquema doctrinal e ignorar el conjunto conduce casi siempre al fanatismo, es decir, al efecto de una conciencia que somete la fe a capricho de la fantasía.
Tan esclavos de la doctrina eran aquellos habitantes de París que la noche de San Bartolomé despedazaron, degollaron y arrojaron por las ventanas a sus conciudadanos que no iban a misa, como lo era Calvino cuando mandó quemar a Miguel Servet por no estar de acuerdo en el hecho de que tres personas formen una sola esencia.
La doctrina tiene su lugar en la fe cristiana. Pero hay un camino más excelente para acercarse a Dios y convencer al hombre: el amor.
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