Un comentario pastoral sobre algunas candidaturas evangélicas en América Latina.
Hace pocos días tuve el privilegio de participar en Costa Rica, en la presentación del libro ¿Hacia dónde va el protestantismo en América Latina? Una visión multidisciplinaria y prospectiva a los 500 años de la Reforma. Obra editada por dos apreciados amigos, H. Fernando Bulllón y Nicolás Panotto, y publicada por Ediciones Kairós, de Buenos Aires.
En la parte final de la presentación se ofreció un tiempo para el diálogo con quienes habíamos presentado el libro (Priscila Barredo y Edesio Sánchez C.). Servida la ocasión, uno de los presentes pregunto a quemarropa: “pero, más allá de los capítulos del libro, díganme qué piensan: ¿hacia dónde va el protestantismo en mi país?”.
Me atreví a responder, palabras más, palabras menos, lo que ahora les escribo. El protestantismo, o de manera más exacta, el evangelicalismo (evangelicals) va hacia donde siempre quiso ir y hasta donde ahora él mismo se sorprende, por lo rápido que está llegando: ser la segunda fuerza institucional religiosa del continente y gozar de los privilegios y reconocimiento que gozó por varios siglos la otrora fuerza hegemónica religiosa en América Latina.
A eso se aspiró durante las últimas décadas del siglo XX. Porque, aclaremos, hubo otras épocas en las que los evangélicos nos presentábamos como una alternativa diferente y opuesta al catolicismo. En aquellos idos años predicábamos que no buscábamos tener lo que la Iglesia católica tenía (poder económico, reconocimiento social y autoridad política). Decíamos que en política no pensábamos como ella pensaba (en estados confesionales, concordatos, alianzas conservadoras y cristianización de la sociedad). Y que las diferencias teológicas no harían posible el ecumenismo, ni siquiera en el servicio social, porque de acuerdo con la enseñanza del profeta Amós, para que dos caminen juntos deben estar de acuerdo (Amós 3:3). Por esto llama tanto la atención la alianza que hoy observamos entre los conservadurismos católicos y evangélicos en tiempos de campaña política.
¡Es que han cambiado los tiempos! Con el paso de los años se ha demostrado que lo que nos disgustaba a los evangélicos no eran que el catolicismo gozara de poderes y privilegios, sino que estos no estuvieran de nuestra parte. No soportamos ser iglesias sin obispos poderosos y nos ingeniamos los actuales apóstoles súper poderosos. No toleramos ser comunidades marginadas y levantamos catedrales afirmadas con el flaco fundamento teológico de la prosperidad. Y, ahora, cuando las estadísticas nos han convertido en conglomerados atractivos para la política electoral, lanzamos candidatos a diestra y siniestra (la verdad, solo a diestra) para reclamar el poder que no tuvimos y, por fin, compartir los estrados del esquivo poder con el catolicismo.
Estuve en un programa de radio conversando acerca de estos temas con un sacerdote católico quien dirigía la trasmisión. Cuando se hizo pausa en el micrófono para ir al tiempo de anuncios comerciales, el sacerdote me pregunto con acuciante intriga: -Harold, explíqueme usted: ¿por qué los evangélicos quieren tener lo que nosotros tenemos, si a nosotros eso de poco nos sirvió? (Tanto poder económico y político no había sido suficiente para impregnar con el Evangelio de Jesús a esta sociedad desigual e injusta). Solo atiné a responderle que yo tampoco entendía la razón.
Vamos, entonces, hacia donde queríamos ir. En Guatemala gobierna como presidente un hermano evangélico bautista (ya antes lo había hecho el evangélico de tan ingrata recordación Efraín Ríos Montt, de la Iglesia Verbo). En Colombia, mi país, abundan los candidatos después de que los medios de comunicación atribuyeron a las iglesias evangélicas la pérdida del plebiscito para el Acuerdo de Paz (2016). En Costa Rica, el candidato conservador evangélico ganó la primera vuelta en las elecciones del presente año y su partido obtuvo 14, de un total de 57 diputados, para la Asamblea Legislativa. En Brasil, los evangélicos cuentan con 87 diputados, 3 senadores, además de algunos ministros que participan de la administración de Michel Temer, sin contar gobernadores, asambleístas regionales, alcaldes (Río de Janeiro) y concejales en todo el país.
Y ahora, como si poco faltara, un pastor de Venezuela, quien estuvo procesado penalmente en el 2010 en Panamá (Panama papers), anunció su decisión de postularse como candidato presidencial opositor del presidente Maduro. Javier Bertucci, líder de la asociación El Evangelio Cambia, anunció su postulación para "poner a Jesús en la nación" bolivariana.
No se discute aquí la validez de la participación política electoral de los evangélicos -es una aspiración legítima y en algunos casos, necesaria y oportuna, siempre y cuando no sea por medio de un partido confesional-, sino, eso sí, su pálida propuesta política que incluso desdice de algunos principios fundamentales del protestantismo del siglo XVI y otros que surgieron durante los siglos XVII y XVIII entre las nuevas denominaciones históricas (libertad de conciencia, Estado laico, separación Estado-iglesia, libertad humana como don de Dios y la conciencia como fuente autónoma de moralidad, entre otros).
Se discuten también los mecanismos clientelistas que muchas veces se emplean para captar votos, convirtiendo los púlpitos en tarimas electorales y los sermones en arengas partidistas. También el uso de la política para imponer una visión religiosa que, si bien forma parte de los valores religiosos de un colectivo de fe no son acogidos por toda la población, ni siquiera por toda la que se identifica con esa fe (¿por qué querer imponer por medios jurídicos y políticos aquello que no fuimos capaces de persuadir por medios educativos y evangelizadores?).
También son objetables las alusiones a un Estado cristiano en el que Dios sea el gobernante (claro, a través de sus representantes evangélicos). Alusiones que sin reparo utilizan versículos bíblicos para decir que si Dios es juez, legislador y rey (Isaías 33:22), por lo tanto, hay que “meter a Dios en el gobierno” para que juzgue en el poder judicial, legisle en el poder legislativo y gobierne en el poder ejecutivo, según esta utilitaria exégesis bíblica electoral.
De manera que, hemos llegado a donde queríamos llegar: ser la segunda fuerza religiosa de América Latina para participar con igualdad de oportunidades en la contienda por el poder político, religioso, económico y social. Ni más ni menos de lo que nos predicaron hace algunos unos años los evangelistas que nosotros mismos invitamos para que llenaran estadios y “posicionaran” la fe evangélica. ¡Profecía cumplida!
¿Y hacia dónde va este protestantismo? Pienso que así como va, avanza hacia su propio descalabro: el de enlodar el testimonio del Evangelio de Jesús. Porque ese Evangelio busca cosa diferente, busca incidir en la sociedad de manera silenciosa, humilde, solidaria y servicial, “…semejante a la levadura que una mujer mezcla con tres medidas de harina para hacer fermentar toda la masa” (Mateo 13:33).
Mi esperanza (alegre y firme, por cierto): que de este descalabro de la religión institucionalizada y triunfante surjan oportunidades para cultivar y fomentar una nueva espiritualidad (católica y evangélica) que se funde sobre la simplicidad profética de Jesús (porque no hay fuerza movilizadora más poderosa que ésta para generar cambios sociales y políticos en una realidad histórica) y que sea recelosa de la religiosidad instaurada sobre la grandilocuencia exitosa del César.
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