Lo que se puede ver, tocar y tener ahora es lo que cuenta. Ese es el valor supremo de este mundo.
Una de las características del tiempo en el que vivimos es la inmediatez, es decir, el deseo de obtener lo más rápido posible aquello que estamos buscando. Ningún ejemplo puede ilustrar mejor estas prisas que Internet, donde esperar respuesta durante diez segundos a una búsqueda supone una eternidad. Es por eso que los vendedores y promotores de productos saben bien que el primer paso necesario para tener éxito es que no haya que esperar más de dos o tres segundos para que aparezca el resultado. Si el cursor comienza a dar vueltas durante cinco segundos, quien está realizando la búsqueda se cansará y cambiará a otra opción que sea más rápida, al haber otras alternativas aquí o allá.
Esta rauda prontitud es seña de identidad del tipo de sociedad en que estamos viviendo, donde se quiere todo ahora mismo, no dejando ese ahora espacio alguno para ninguna demora o tardanza. La posibilidad de tener a nuestra disposición lo que queramos al instante, gracias a la tecnología, está creando un tipo de mentalidad que considera cualquier espera una pérdida sin más. Y dado que de por sí la naturaleza humana es propensa a preferir lo rápido a lo lento, la conjunción de tecnología más esa propensión, da como resultado la mentalidad de la inmediatez. O sea, la cultura de la inmediatez.
La cultura de la inmediatez se nutre de la tendencia materialista que llevamos dentro, ya que el materialismo considera que no hay nada que esperar en última instancia, salvo lo que podamos conseguir aquí y ahora. Es por eso que el padre de los materialistas, Esaú, estimó una tontería la herencia que debía esperar, cuando de lo que se trataba era de saciar una necesidad actual apremiante. El futuro para él era una entelequia sin sentido, porque lo que contaba era el presente y nada más que el presente. Todo lo que tuviera que ver con promesas, esperas y bendiciones futuras le sonaba a cuento chino. Aunque lo que llama la atención en su proceder es que cuando se dio cuenta, demasiado tarde, de lo que había hecho al cambiar lo futuro por lo presente, lamentó inútilmente la pésima decisión que había tomado.
Lo que se puede ver, tocar y tener ahora es lo que cuenta en la cultura de la inmediatez. Lo demás no sirve para nada. Ese es el valor supremo de este mundo. Espera, esperar y esperanza, nociones todas ellas que están relacionadas con lo futuro, no existen en el vocabulario de este mundo. Es por eso que este mundo no tiene esperanza, porque está basado en una cultura que, por principio, excluye la espera.
Por el contrario, el mensaje del evangelio tiene una componente esencial que mira hacia el futuro. De hecho, lo que está por venir es lo que determina el presente, hasta el punto de que el referente primordial no es el presente sino el futuro y un futuro más allá de los límites de esta vida y de este mundo. Es decir, que el cristiano sí tiene esperanza, que no es una ilusoria para ingenuos, sino real, porque está basada en la promesa de quien no puede mentir, y también gloriosa, porque frente al deplorable estado de cosas presente de aquí abajo, lo prometido es infinitamente mejor de lo que se pueda imaginar.
Pero la esperanza requiere espera. En su fugaz etapa cristiana, Bob Dylan compuso el tema Slow Train que dio título a su álbum Slow Train Coming, en el que el estribillo con el que acababa cada estrofa de la canción decía así: Hay un lento, lento tren a punto de llegar, que también se puede traducir Hay un lento, lento tren a la vuelta de la curva, referido ese tren a la segunda venida de Cristo. En primer lugar, la canción mira hacia el futuro, hacia el hecho más trascendental, junto con la primera venida de Cristo al mundo. Es decir, la canción transpira esperanza. La alusión a la lentitud con la que se mueve ese tren muestra que esa esperanza demanda espera, porque no viene a velocidad de crucero. A la vuelta de la curva implica que la esperanza que despierta es expectante. Lástima que el propio autor no supiera esperar lo que él mismo cantó.
Lo cual nos lleva a considerar seriamente los solemnes avisos que Jesús dio acerca de la necesidad de la paciencia y la fidelidad, frente a la tardanza. Aquel siervo infiel o aquellas vírgenes insensatas son casos manifiestos de no estar dispuestos a esperar, cuando el cumplimiento de lo prometido se retarda. Y es que la cultura de la inmediatez no es sólo un problema de la generación de Internet.
‘Porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa’ (Hebreos 10:36). La palabra paciencia, que tiene que ver con aguante, firmeza, constancia y perseverancia, milita en contra de la cultura de la inmediatez. Tengamos cuidado, por tanto, no sea que seamos arrastrados por esa fuerza dominante y acabemos sumidos en la desesperanza, que finalmente acaba en desesperación y que es el santo y seña de la cultura de la inmediatez.
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