Firmamos Acuerdos con el Estado, pero no con los medios ni con la sociedad española, que tiene una imagen deformada de nosotros.
El 10 de noviembre 1992 el Boletín Oficial del Estado publicó íntegro el texto de los Acuerdos de Cooperación firmados entre el Estado y las iglesias representadas en la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE).
Las negociaciones con el Estado duraron seis años, desde la constitución de la FEREDE en noviembre 1986.
Meses después, enero 1993, escribí y publiqué un artículo advirtiendo a los líderes de nuestras iglesias que no se hicieran demasiadas ilusiones con aquellos Acuerdos, porque habían sido firmados con el Estado, no con la sociedad española a la que dirigimos nuestro mensaje. Ganamos una batalla legal, iniciada por nosotros contra el Estado desde que se constituyó la Comisión de Defensa Evangélica Española en mayo de 1956. Pero nos quedaba por ganar otra batalla más difícil, más dura, los prejuicios antiprotestantes de la sociedad española, que nunca tuvo interés por nuestra presencia en España ni por nuestras creencias.
Años de nacionalcatolicismo agresivo, prácticamente desde la aparición de la segunda república en junio 1931, recrudecido por el triunfo de la Iglesia católica en 1939, a los españoles se les inculcó un sentimiento antiprotestante que caló en gran parte de la población. Ya en la Constitución de 1812, aprobada por las Cortes de Cádiz, supuestamente liberal, se leía en su artículo 12: “la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera”.
Han pasado más de doscientos años. Esta España que no cree en Dios, ni en el diablo, ni en la Iglesia católica, continúa pensando lo mismo: que la Iglesia en la que han nacido es la única verdadera y los protestantes son unos herejes descendientes de Lutero.
Luis Buñuel, el genio aragonés de la cinematografía, cuenta en su libro “Mi último suspiro”: “durante los trece o catorce años de mi vida nuestro odio corporativo se concentraba en los protestantes, por instigación maligna de los jesuitas. En una ocasión, durante las fiestas del Pilar, llegamos a apedrear a un infeliz que vendía Biblias por céntimos”. Lo de Aragón se daba en toda España. Protegidos por un gobierno que les cubría las espaldas, sacerdotes católicos desprestigiaban de palabras y con obras al pequeño núcleo de protestantes que entonces había en nuestro suelo. La infamia llegaba de arriba, de muy arriba. El papa Pío X, quien mandó en el Vaticano desde 1903 a 1914, escribió esto en su Catecismo: “el protestantismo es el compendio de todas las herejías que hubo antes de él, que ha habido después y que pueden aún nacer para ruina de las almas”.
Con todo este veneno vertido en la mente de los españoles durante años, y aún durante siglos, ¿puede extrañar que la sociedad española de nuestros días rechace el mensaje evangélico? Ahora no se nos persigue, no se escribe contra nosotros, simplemente se nos ignora.
Juan José Bedoya, periodista que escribe en el diario “El País” sobre temas religiosos, decía recientemente que la prensa española silencia todo lo que tiene que ver con el protestantismo. Lo viene haciendo desde tiempo atrás. Poco importa a los directores de estos medios que tengamos Acuerdos de Cooperación firmados con el Estado. Ellos no han firmado nada con nosotros.
Un acontecimiento cercano vino a dar la razón a Bedoya. El pasado mes de noviembre se cumplieron 25 años de la firma de Acuerdos entre el Estado y las iglesias evangélicas. Para conmemorar la fecha, el Gobierno organizó el 13 de noviembre un acto que tuvo lugar en el Congreso de los Diputados. Estuvieron presentes algunos ministros del Gobierno, casi todos los Directores Generales de Asuntos Religiosos que en uno u otro momento participaron en la negociación de los Acuerdos o en su desarrollo. Representantes de las tres confesiones religiosas que participaron en la firma de los Acuerdos, evangélicos, judíos y musulmanes. El acto estuvo presidido por la presidenta del Congreso de los diputados, Ana Pastor, y por el señor Catalá, ministro de Justicia. Hubo cinco discursos. Habló primero el representante evangélico, le siguió el musulmán, luego el judío. Después tomó la palabra la presidenta del Congreso y finalizó el ministro de Justicia.
¿Puede ser creído? ¿Puede ser comprendido? Al día siguiente, los cuatro periódicos nacionales que se publican en Madrid, “El País”, “El Mundo”, el “A.B.C.” y “La Razón” silenciaron el acto. No publicaron ni una línea. ¿Por qué? Lo he escrito: porque nos ignoran, porque para ellos no existimos. Ocurren a diario acontecimientos de importancia secundaria a los que la prensa escrita dedica páginas enteras. El que estoy refiriendo tuvo lugar nada menos que en el Congreso de los Diputados. Estuvo presidido por su presidenta. Por el ministro de Justicia. En el hemiciclo estuvieron presentes altas personalidades políticas. Pues ni por esas. Para la prensa se trataba de un acto relacionado con los protestantes españoles, por lo tanto, silencio absoluto.
Firmamos Acuerdos con el Estado. Pero no con los medios de comunicación. Ni con la sociedad española, que tiene una imagen deformada de nosotros. En las escuelas se enseñaba a los niños que los protestantes españoles éramos hijos de un tal Lutero, fraile soberbio, comilón y bebedor, casado con una monja de dudosa moralidad. Estas mentiras han colado en la sociedad española durante generaciones y aun no hemos sabido enmendarlas.
La Iglesia católica, a cuyos templos no acude los domingos más que un diez o doce por ciento de los españoles, continúa ejerciendo poder en la política y en la economía del país. El Estado la respeta y los gobiernos la temen. Tiene hombres claves en todos los departamentos de la administración del Estado y en empresas financieras. Posee un ejército de 50.000 sacerdotes y monjas infiltrados en los estamentos de la sociedad. Sus estructuras eclesiásticas están enraizadas desde los pequeños templos de pueblos hasta las grandes catedrales. Por si fuera poco, cuenta con el respaldo internacional que supone el Estado Vaticano.
Nosotros carecemos de todo eso. Somos infinitamente más modestos. Afloramos a la superficie de la libertad religiosa en cuadros, con poca preparación. Ganamos una batalla en los ministerios políticos. Ahora hemos de ganar la batalla de la calle, la de la gente, la del conjunto social. Y esto no es tan fácil. Porque con la sociedad no hubo ni hay acuerdos de cooperación.
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