Somos carne egoísta mirándonos el ombligo.
Cualquier cosa nos sirve con tal de llamar la atención y disfrutar de un minuto de gloria. Eso de que le miren a uno y ser el protagonista es todo un disfrute. Considero a las iglesias como algunos de los mejores lugares para conseguirlo.
Unos disparan amenes que estallan como balas de cañón en el ambiente. Otros aplauden en el momento menos oportuno, por eso lo hacen, para que les miren. Algunos se levantan para orar y, más que hablar con Dios, parece que le están contando a los hermanos su vida de cabo a rabo, para que se enteren bien de lo que les pasa. El que decide cantar un solo elige la composición más larga con el fin de lucirse más tiempo y, cuando llega al final, se ha gustado tanto que repite. Están, además, los que se levantan con frecuencia, van para arriba, van para abajo; se mueven de izquierda a derecha; se sientan un momento y se vuelven a levantar y sólo pierden su silla los que se van a Sevilla. Por otro lado, se señala el que saca el móvil para contarle al que tiene al lado cualquier cosa con tal de distraerle y que fije su atención en su persona, no en la predicación. Aparecen las personas que, cual si fuesen portadoras de pasteles, empujan la mesa camarera por los pasillos mostrando al desnudo todas sus enfermedades, las de sus hijos, las que han ido heredando de sus antepasados y las posibles que vendrán en el futuro. Está el que pide permiso para vociferar desde el púlpito las más recientes noticias sobre las catástrofes que nos esperan, porque, eso dicen, cuadran exactamente con lo que viene en el libro del Apocalipsis y anuncian la inminencia de que ya nos vamos, que damos el salto final en pocas horas y que, a lo mejor, a ti ni te da tiempo a llegar a casa. Un saltito más puede considerarse la predicación, cuando el responsable coge el hilo y cose, cose, cose, hace dobladillos, ojales, pespuntes, punto de cruz, mantel y servilletas y no termina porque piensa que tiene todo el tiempo del mundo para él, aunque vea en los demás las caras mustias y desesperadas. Entre todos estos está la persona que lo sabe todo en griego sin haber estudiado griego en su vida presente ni lo hará en la futura. El otro, el que no tiene una conversación normal, porque se expresa solamente a través de versículos, para que sepas todo lo que él sabe y tú no, y les cuesta hablar de otra manera contigo, no vaya a ser que se ensucie de polvo terrenal, pero ¡ojo! ya en su puesto de trabajo, en la calle, fuera de la iglesia, no se atreve a hablarle a nadie así, porque se ve ridículo y lo sabe. Está el que da el saltito para augurarte lo primero que se le viene a la cabeza sobre el futuro, así se concede a sí mismo ese protagonismo y a ti te mete, entre ceja y ceja, la intriga padre.
Hay ocasiones en que la iglesia viene a conformarse como una especie de collage en el que buscar a Cristo cuesta más que encontrar a Wally. Considero que tales comportamientos nos muestran dando saltitos para asomar la cabeza y que nos vean, para destacar ante el prójimo, o sea, que somos carne egoísta mirándonos el ombligo. Son costumbres, pantomimas que forman parte de un ambiente ya consolidado y solidificado como el hierro. Condiciones que padecemos y hay que controlarlas para sacarlas, poco a poco, de nuestro interior mediante el ejercicio expiatorio y dejar todo el hueco posible para que nos inunde la gracia del Señor.
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