Lo que parecía un camino cómodo y fácil, está resultando erizado de vergüenza y bochorno.
Los casos cada vez más frecuentes que están teniendo lugar de acoso y abusos sexuales aquí y allá, ponen de manifiesto el grave problema al que ha conducido la desproporción del sexo desordenado. En nombre de la libertad de expresión se rompieron todos los tabiques morales, echándolos lejos porque eran un lastre de un pasado anticuado, producto de mentes oscurantistas y represoras, que habían impuesto su trasnochada moral.
Los grandes fundadores, en la primera parte del siglo XX, de las nuevas disciplinas que exploraban el alma humana, enseñaron que las normas morales eran meramente una fabricación ideológica para el mejor funcionamiento de un determinado tipo de sociedad, fabricación interesada fomentada por tradiciones religiosas que eran el soporte de una forma de cultura. Incluso esos maestros llegaron a afirmar que la mejor manera de librarse de las neurosis provocadas por la insatisfacción sexual por culpa de la moral, era rompiendo los tabúes que la atenazaban.
Con esta enseñanza quedaba claro que no había nada moralmente inmutable y que lo que el cristianismo había enseñado durante siglos había que cambiarlo definitivamente. Dicho y hecho. Faltó tiempo para lanzarse en una frenética carrera para recuperar el tiempo perdido y la libertad que se nos había robado. Libertad era la palabra clave, la bandera enarbolada a la que una gran mayoría se unió. Las cortapisas y censuras eran las enemigas mortales de la libertad. Por fin habíamos descubierto el excitante territorio virgen que se nos había vedado siempre.
Expulsamos los convencionalismos y dimos la bienvenida a todo lo que fuera en la dirección opuesta. Casi parecía que por primera vez en la Historia, la humanidad sabía por fin lo que era el verdadero sexo. Desde tiempo inmemorial la ignorancia sobre esa cuestión fue lo normal, en vista de lo cual hasta cabía preguntarse cómo se las arreglaron nuestros antepasados para procrear y cumplir el relevo generacional. Nos reímos de ellos hasta la saciedad por vivir bajo esas férreas normas o quizás nos compadecimos de ellos a causa de su atraso. En comparación ¡qué listos éramos nosotros, qué osados y qué avanzados!
El tiempo fue pasando y el fomento de la mentalidad emancipadora echó raíces, lo suficientemente profundas para que todo el organismo social quedara penetrado totalmente de esas tesis.
Pero ahora resulta que lo mismo que hemos fomentado nos pasa factura, poniendo en evidencia que la promiscuidad, a la que llamamos libertad, produce amargos frutos. También en los ambientes en que se mueven sus sostenedores más entusiastas, ha hecho acto de presencia con su ineludible rigor. Y es que lo que parecía un camino cómodo y fácil, está resultando erizado de vergüenza y bochorno, porque no hay juez más implacable que el deleite descontrolado.
Lo que pasa es que ahora ese mismo desorden condena a quienes se acogieron a su égida y se gobernaron por sus principios, o mejor, falta de principios, lo cual no deja de ser una contradicción y una hipocresía, porque, ahora sí, se echan de menos los frutos del denostado orden moral, que son el respeto y el pudor, los cuales se consideraron rígidamente puritanos. ¡Qué fracaso más estrepitoso! Los mismos que acusaron de falsa a la moral, quieren, no obstante, sus frutos, lo cual es un implícito, aunque involuntario, reconocimiento de su valor.
La antigua máxima de que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará*, es lo que está aconteciendo, por mucho que duela. Y es que no es posible saltarse los principios morales, pretendiendo salir impunes de la transgresión. Ni individual ni colectivamente.
El experimento de la emancipación sexual no ha podido ser más catastrófico y sus valedores deberían asumir su fracaso. Por contra, el antiguo código moral, expresado en el Antiguo y Nuevo Testamento, sigue siendo el único referente sano y seguro en cuestión tan primordial.
*Gálatas 6:7
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