El cine del pasado año nos enfrenta al trauma inextinguible de una soledad, cuyos fantasmas nos envuelven en sombras que no se desvanecen.
Vivimos en una sociedad huérfana de cariño y atención. El cine del pasado año nos enfrenta al trauma inextinguible de una soledad, cuyos fantasmas nos envuelven en sombras que no se desvanecen. Sus imágenes nos presentan la mirada ausente que provoca la incomprensión y melancolía de la falta de referentes, ante un vacío cada vez más insondable…
Las listas de las mejores películas de 2017, tanto a nivel nacional como internacional, están marcadas por dos óperas primas, que han dado a conocer a dos jóvenes cineastas como la catalana Carla Simon y el estadounidense Jordan Peele, cuyas películas “Verano 1993” y “Déjame salir” encabezan los resúmenes del año de la crítica especializada. No es causalidad que ambos hablan sobre algo tan cercano a su experiencia personal, como es la muerte de los padres de Carla por SIDA y la discriminación que sufre un afroamericano como Jordan.
Premiada en los festivales de Berlín y Málaga, “Estiu 1993” no ha dejado de recibir elogios en todas partes. Rodada en catalán, une la memoria personal de los hechos autobiográficos de la autora, nacida en 1986, a la maestría adquirida en la Universidad de California y la Escuela de Cine de Londres. Trata un trauma existencial, pero de forma cautivadora y hermosa. Tiene la autenticidad de un intento de reconstrucción de ella misma.
El verano en este pueblecito de La Garrocha gerundense es vivido desde la herida emocional que produce la orfandad con el desgarro y la insidiosa huella de la muerte. Hay sin embargo, vitalidad y luz, la felicidad que produce la armonía con la naturaleza (el sonido del agua, los baños en el río, el canto de los pájaros, el viento en los árboles, el cacareo de las gallinas, los juegos y fiestas del entorno rural). Frente a ello, la oscuridad de las visitas a la imagen de la virgen, los cuchicheos en las tiendas, la sangre de la oveja y la caída de la pequeña con el miedo al contagio por la herida.
Es inimaginable el drama vivido por esta niña de seis años, que perdió sus padres a causa del VIH, siendo adoptada por sus tíos. La película sobrecoge por su dulzura y sensibilidad en una época donde nadie quiere saber del dolor de los otros y lo que predomina es la crueldad de un cinismo brutal. Incluso en la religión, lo que abunda es la dureza y la falta de empatía en debates que tocan algo tan profundo como el sentido de identidad que uno adquiere por la cercanía o ausencia de su madre, como en la cuestión nacionalista o la homosexualidad.
EL MIEDO AL OTRO
El género de terror sigue siendo popular, pero es un subproducto destinado a adolescentes que llenan las salas cada fin de semana, que el público adulto se queda en casa. Es un espectáculo de dudoso gusto, donde los golpes de efecto ya no producen más sorpresa que la impresión visual de asco, que acompaña un espectáculo de casquería, acompañado de un brusco cambio de sonido. Nada de lo que hizo inquietante aquellas películas de los 70, donde se veía muy poco, pero se temía todo. Eso es lo que ha hecho sorprendente el debut de Jordan Peele (1979), unido a su denuncia social del racismo que todavía se palpa en Estados Unidos.
“Déjame salir” es una crítica a la hipocresía liberal, pero también una vuelta a la inquietud que produce el suspense ante lo desconocido. Al desdibujar esa línea divisoria entre el “thriller” y el horror, ha superado los prejuicios de la crítica de medios tan prestigiosos como Cahiers o Sight & Sound, llegando a encabezar las listas de comentaristas tan exigentes como Kermode en The Guardian, que no sienten ningún aprecio al género de terror. Por supuesto que no es una película para espectadores impresionables, pero desvela una sutilidad nada común en el cine de hoy.
Al explorar los fantasmas de la esclavitud afroamericana por medio de una comedia familiar, se cruza “Adivina quién viene esta noche” con “La invasión de los ultracuerpos” en una combinación de lo que podríamos llamar un “thriller de terror”. Nos presenta una joven pareja – ¡maravillosa Allison Williamson! – en una celebración del amor interracial, ante el miedo natural que produce una situación que nos agobia, la sospecha que produce lo desconocido y lo engañoso de las apariencias.
Es un comentario social, pero también una indagación en la búsqueda de la identidad en algo donde nunca puedes encontrar seguridad, como es tu pertenencia a una raza. El prejuicio que produce la discriminación, nos dice Peele, no está en la falta de influencia del discurso progresista que caracterizó la época de Obama, sino en la propia condición humana, que busca su identidad en el lugar equivocado. Ciertamente, el Evangelio es la única respuesta al problema racial en Estados Unidos, como demostró King. El humanismo liberal fracasa notoriamente.
MADRE, SÓLO HAY UNA
Algunas de las grandes películas que se hacen cada año, ya no se estrenan en los salas, sino que van directamente al mercado videográfico o se exhiben solamente en plataformas digitales. Este es el caso de “Mujeres del siglo XX”, un film que descubrí por mi amistad en Facebook con Paul Schrader, el mítico guionista de las películas de Scorsese, Taxi Driver y Toro Salvaje, criado en la Iglesia Cristiana Reformada, donde estudió teología en Calvin College.
Como aquellos creadores del Nuevo Hollywood de los 70, a Schrader le cuesta identificarse con el cine que viene de los “blockbuster” de los 80. Todo parece ahora un espectáculo vacío e insulso. Cuando vio, sin embargo, la película de Mike Mills –editada en España directamente en DVD–, se alegro de que todavía se pudiera hacer algo así en el ámbito independiente norteamericano. Ambientada a finales de los años 70, nos muestra el despertar iniciático de un adolescente, antes de que el desencanto se instalara definitivamente en la sociedad estadounidense.
Es una visión nostálgica, pero necesaria de cómo ha cambiado el mundo en tres generaciones, pero sobre todo un cántico a la madre, como la italiana “Felices sueños”, una de las pocas historias que me ha emocionado profundamente este año. Será por razones personales, pero esta historia de amor y odio que provoca la ausencia de una madre, me ha tocado las fibras más hondas. Esta modesta obra de Marco Bellocchio revela la sensibilidad extrema con que se acerca al inextinguible trauma de la orfandad.
Massimo es un periodista que arrastra el peso de la muerte de su madre desde que era niño. La entrega a su trabajo y sus encuentros amorosos no logran paliar el vacío que produce la ausencia de lo irremplazable. La relación entre madre e hijo se presenta aquí como un vínculo que ni la muerte misma puede concluir. La verdad oculta de quiénes somos, se esconde en esa infancia y adolescencia, cuyas heridas emocionales siempre nos acompañan y llevan a una vida de secretos.
EL SECRETO DE NUESTRO SILENCIO
El cine español es incomprensible sin la comedia, pero esta suele ser una astracanada tal, que nunca me ha hecho la menor gracia. “Perfectos desconocidos” es quizás la más sorprendente película que ha hecho Alex de la Iglesia en toda su carrera. No sólo ha desbancado a Star Wars en la taquilla, sino que ha revelado un autor lleno de contención e inteligencia en una obra donde el humor se une al drama con una sutilidad hasta ahora ausente en su filmografía.
No es casualidad que el medio que desvela la falsedad de estos personajes sea la telefonía móvil, cuya tecnología ha cambiado nuestra existencia de forma aún todavía impredecible. El celular se ha convertido en una especie de caja negra que contiene nuestros secretos más íntimos. “Perfectos desconocidos” toma la idea de una película italiana del año anterior, para desvelar en un juego la perturbadora diferencia entre la sinceridad y la transparencia. Es el contraste brutal entre la desinhibición con la que la mayoría se expresa hoy, y la vida oculta que esconden.
Lo que nos lleva al silencio trascendente de la película de Scorsese. El libro en que se basa “no es una novela sobre el silencio de Dios”, decía Endô, el escritor católico japonés, cuyo libro se lleva aquí al cine. Es una historia “sobre cómo Dios habla en el silencio y el trauma”. La película estrenada en nuestro país a principios de año, no es una historia para católicos. Endô mismo dice en el apéndice de la segunda edición del libro, que su “fe está más cerca de los cristianos protestantes”, ya que para él, es algo personal, entre Dios y él, que sólo explica la Gracia.
Casi treinta años le ha costado llevar a la pantalla esta historia, a un director cuya vida confiesa “son las películas y la religión, eso es todo, ¡nada más!”. Nacido en una familia italo-americana, la vida de Martin Scorsese está marcada por la iglesia y el cine. Enfermo de asma, no podía hacer deporte o jugar en las calles de la Pequeña Italia de Nueva York, pero le gustaba ser monaguillo y ver películas. Conoció las dos cosas por un joven cura que llegó a la parroquia, Francis Príncipe. Iba al cine con él, mientras en el seminario menor de la catedral, pensaba en ser misionero en Filipinas.
Al no poder entrar en la universidad jesuita de Fordham, Scorsese se matricula para estudiar cine en la de Nueva York, con la idea de volver luego al seminario. Entra en la cultura del “rock” y después de ir a Inglaterra y Holanda, comienza en el mundo del cine. Dice que es “un católico frustrado”, porque desde su juventud vivió una continua tensión entre su fe y la fascinación por la violencia y el sexo.
El año 78 estuvo a punto de morir, a causa del abuso de drogas. Scorsese cree que Dios respondió a sus oraciones en el hospital, salvándole la vida. De ahí la cita del Evangelio de Juan (9:24-26) al final de “Toro salvaje” (1980), sobre el ciego que recuperó la vista. El letrero no formaba parte del guión de Schrader, que no entendía por qué lo había puesto ahí. Tenía entonces 35 años, pero ahora a los 74, ha tenido otra nueva experiencia, por la que se presenta como “un creyente con algunas dudas”.
Hay tanta profundidad teológica en esta historia, que comparada con los productos que ahora se promocionan en el mundillo cristiano como “cine de valores”, hay menos contenido doctrinal en todos ellos, que en uno sólo de los diálogos de esta película. Incluso para aquellos que conocemos el libro, no hay forma de asimilar una sola vez, la cantidad de ideas que sugiere cada escena. No es extraño el estupor que produce en muchos espectadores que esperan una colorida película tipo “La Misión” (1986) y se encuentran con una oscura reflexión sobre la gracia y la apostasía.
¿IMAGEN O REALIDAD?
Publicada en 1966, “Silencio” se traduce al inglés años después, siendo alabada por Graham Greene –otro escritor convertido al catolicismo, que a su iglesia no le gusta recordar, por su dudosa moralidad–, cuyo libro “El poder y la gloria” tiene mucho que ver con éste. La fascinante entrevista que ha publicado el New York Times con Scorsese, sobre la naturaleza de su fe, comienza con la lectura de “Silencio” en un tren bala japonés. Acababa de hacer “La última tentación de Cristo” (1988), cuando le regaló el libro, el arzobispo de la iglesia episcopal –o sea anglicana–, estadounidense.
La lectura del libro de Kazantzakis, adaptado por Schrader, unió a tres autores de distinta formación teológica –uno ortodoxo griego y otro reformado, junto al católico Scorsese–, para mostrar sus luchas entre el Espíritu y la carne, mientras los cristianos se manifestaban contra la película. No sólo con megáfonos y piquetes, sino que llegaron a incendiar un cine de París. En Grecia se ponía una multa por cada proyección, pero en Milán se intentó secuestrar a su abogado, a la vez que se ofrecían diez millones de dólares a la Universal, por destruir el negativo de la película con sus copias.
La acusación de los cristianos de blasfemia, lleva a Scorsese a identificarse con el dilema de la apostasía para los jesuitas de la novela “Silencio”, en el Japón del siglo XVII. Impresionado, adquiere los derechos del libro, que fue ya llevado al cine en 1971 por Masahiro Shinoda. Lo que pasa es que nadie en Hollywood quería hacer la película. Pleitos por los derechos, la bancarrota de la productora y un accidente mortal en el rodaje hacían que el proyecto pareciera maldito. Lo logró salvar los beneficios de “El lobo de Wall Street” y un joven productor católico mexicano, llamado Gastón Pavlovich. Se ha lanzado modestamente. No se ha estrenado de hecho, más que en algunas salas de Nueva York y Los Ángeles, a finales de año, para entrar en los Oscar.
Es una película tan personal, que se podría decir que es el sentido con el que Scorsese quiere ver toda su obra, a la luz de su primera vocación religiosa. Al promocionar la película en las iglesias, se ha dado la impresión que estamos ante un testimonio de la Iglesia perseguida, cuando de lo que aquí se trata es del problema mismo de la fe y la apostasía, una cuestión que ha dividido a los cristianos durante siglos. No es extraño que una película como ésta, despierte pasiones incluso entre los creyentes. Como todas las grandes historias, tiene muchas lecturas…
Cuenta Garfield –un actor judío que ha tenido que encarnar últimamente varios personajes cristianos, como el adventista de la última película de Mel Gibson– que para interpretar su papel tuvo que hacer un retiro de treinta días de ejercicios espirituales con el jesuita James Martin. Tenía que darse cuenta que “estaba andando, hablando, rezando, sufriendo con él”. Imagen que se visualiza cada vez que aparece una representación del Cristo de El Greco que le observa en sus momentos de duda y soledad, esperanza y temor. Lo interesante es que la vemos en el agua como reflejo de su propio rostro. Es así cómo el protagonista percibe el profundo amor de Jesús por él, que le mira y le dice que no le abandonará.
Lo que el católico Endô plantea como “cercano al protestantismo”, no es sólo lo personal de su fe y la supremacía de la gracia, sino el cuestionamiento de la necesidad de esos “signos que se valoran más que la fe misma”. Evidentemente, hay un fondo católico en esta historia, por el que hasta el acto de apostasía es comparado con el sacrificio de Cristo. No se trata de una obra única e irrepetible, pero la perspectiva además, es la de la teología que nace en los años sesenta, por la que incluso se atribuye a la misión extranjera, el sufrimiento de la Iglesia perseguida. Cierta lectura de esta obra nos puede llevar incluso hasta el razonamiento que permite hablar de “cristianos anónimos”. Algo parecido a lo que defiende cierta misiología de inmersión en el Islam, o una teología secular que suponga la desaparición de la Iglesia tal y como ahora la conocemos. Dudo sin embargo, que sea eso lo que Endô quería decir con este libro...
El problema del cristianismo en Occidente no es tan diferente al de aquellos católicos en Japón. En esta parte del mundo, la Iglesia no está acostumbrada a ser una minoría perseguida. Sigue actuando con sus sueños de grandeza, como si pudiera determinar la moralidad de naciones para las que ya no hay más valores que los que la sociedad secular reconoce. Lo que no sabe hacer es cómo soportar la marginación y el desprecio que sufre la religión en Europa. Endô dice que es en ese sufrimiento que Dios habla al mundo.
Al despojarse de su gloria, Dios vino a este mundo para mostrar su poder en su debilidad. Tomando forma de siervo, se humilló hasta la cruz (Filipenses 2:7-8), pero lo que es locura para el mundo, es poder de salvación para Dios (1 Corintios 1:18). “Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”, dice Pablo (2 Corintios 12:10).
El cristiano se conmueve ante la tortura y el martirio de los cristianos de esta historia, que “perdiendo su vida, la encuentran” (Mateo 16:25), pero Endô nos muestra también que Dios habla en el silencio y la sutilidad de una película como esta, más poderosa que el llamado “cine de valores”. Su apologética no es el razonamiento aplastante de “Dios no ha muerto”, sino la fuerza de que Dios está con nosotros, en medio de la debilidad, la duda y el sufrimiento.
No es el dolor, el que nos aleja de Dios, sino el que nos lleva a Él. Seguir a Jesús se muestra en debilidad, entrega y amor. No debemos buscar la persecución, pero si llega, no debe ser recibida con orgullo o violencia, sino con el silencio del que “no abrió su boca” (Isaías 53:7). De hecho, no podemos salvar el mundo, ya que aunque busquemos ser como Cristo, sólo Él puede hacerlo. Como “Silencio” nos recuerda, somos como Pedro y Judas, necesitados de la salvación de Dios. Y esa sólo viene por su Gracia.
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