Vibra el espíritu del creyente cuando oye las Palabras que no declinan, sea del Hijo, del Padre o de los profetas y poetas elegidos que fueron anotando lo que conocemos como la Biblia, ese oasis de plegarias y hechos, de historias y redenciones, de proclamación de la Gracia y de la nueva venida del último Adán.
Todo significa y todo importa, cuando se trata de Dios.
Y más todavía los Evangelios, para quienes nos denominamos cristianos, pues debemos entrañarlos hasta hacerlos guía de vida y de preparación para el tránsito al Reino.
Nadie como Jesús logra que sus Palabras, trasmitidas por los evangelistas, calen tan profundo en todas las épocas, sociedades y lenguas, máxime en países mayoritariamente católicos o protestantes.
¿Y qué decir de sus Palabras en el Gólgota? Ellas cunden hasta la médula del bautizo más maduro. Pues bien, Stuart Park, un evangélico de rigurosa formación teológica y filológica acaba de publicar el breve y recomendable libro “Siete Palabras” (Ediciones Camino Viejo, Valladolid, 2014).
Quien se acerque a sus reflexiones saldrá recompensado, lo aseguro. Allí se detendrán, gozosos, en los capítulos que siguen la traducción Reina-Valera 1960: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34); “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43); “Mujer, he ahí a tu hijo… He ahí a tu madre” (Juan 19:26-27); “Elí, Elí, ¿lama sabactani?” (Marcos 15:34); “Tengo sed” (Juan 19:28); “Consumado es” (Juan 19:30) y “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46).
Palabras polen, las de Cristo. Semillas que crecen más allá de la Semana Santa. ¡Enhorabuena, Stuart!
(*) Columna publicada el sábado 29 de marzo en el diario La Razón (Edición de Castilla y León), bajo el título de “Palabras polen (Cristo)”. El libro fue presentado por su propio autor en el acto inaugural del VI Encuentro Anual de ADECE, el pasado 4 de abril y en la Biblioteca de Cataluña. Aquí les ofrezco el texto completo de su intervención.
SIETE PALABRAS
(reflexiones de Stuart Park)
Las Siete Palabras que Jesús pronunció desde la Cruz respiran gracia y perdón, y los brazos extendidos de Cristo ofrecen redención y reconciliación con Dios. Pidió clemencia para quienes cumplían órdenes de clavarle en el madero, y otorgó una entrada sin reservas en su Reino a un malhechor arrepentido. A través de labios resecos hizo provisión para su propia madre, su alma traspasada por una espada al contemplar aquella escena de horror, y la encomendó al cuidado de Juan, «el discípulo a quien él amaba». El Hijo de Dios recordó en medio de su agonía las primeras palabras del Salmo 22, que describe con detalle no solo la Crucifixión del Mesías sino también su Resurrección. Cumplida su misión en el mundo, dando una gran voz encomendó su Espíritu en manos de un Padre que no le había abandonado jamás.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
La Primera Palabra que pronunció desde la Cruz da la medida, más que ninguna otra, de su bondad incomparable e infinito amor. Jesús intercedió por los soldados que ejecutaban la sentencia de muerte sin conciencia de la verdadera identidad del Crucificado, y sus palabras surgen de la motivación profunda que definió su misión en el mundo: «Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido»(S. Lucas 19:10). Jesús había otorgado personalmente el perdón de pecados a muchos hombres y mujeres que se acercaron a él, a quienes veía «como ovejas que no tienen pastor» (S. Mateo 9:36), y ahora pide clemencia hacia quienes, en su ignorancia, le daban muerte.
De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.
En la hora de su agonía final, Jesús se dirigió a uno de los dos malhechores que sufrían la misma condena que él, y le prometió un lugar consigo en el paraíso. La nobleza de Jesús le había abierto los ojos para entender que el Crucificado era un verdadero Rey, y pidió ser admitido en su reino. La respuesta de Jesús fue inmediata: le prometió admisión plena, no en un futuro lejano, sino «hoy». Fue demasiado tarde para que el penitente reformara su vida, hiciera obras de caridad, o siguiera a Jesús. Tampoco era necesario para obtener la salvación. Jesús mismo había dicho: «El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (S. Juan 5:24).
Mujer, he ahí tu hijo… He ahí tu madre.
De todas las Palabras pronunciadas desde la Cruz, es esta la más entrañable, y la que con mayor claridad y sencillez revela la dimensión humana de Cristo. La madre de Jesús, «bendita entre las mujeres» y valiente como ninguna, aunque rodeada de las personas que más quería en el mundo, no era capaz de soportar la agonía mortal de su Hijo, y para librarla de su dolor, Jesús la encomendó a Juan, con la evidente intención de que la llevara enseguida a su casa. El texto es sobrecogedor: «Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre:
Mujer, he ahí tu hijo.Después dijo al discípulo:
He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa». El evangelista llama a Juan «el discípulo a quien amaba Jesús». Del amor de Jesús por su madre no dice nada. No es necesario. Su amor por ella es palpable al alejarla por compasión de la cruz.
Elí, Elí, ¿lama sabactani?
La Cuarta Palabra señala el principio del final de la Pasión de Cristo en la Cruz, y revela la conciencia clara del Salvador de que su Obra de Redención estaba cumplida. Los evangelistas cuentan que «desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena.Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo:
Elí, Elí, ¿lama sabactani?» (Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?)−dando a entender que había resuelto el asunto de nuestra Salvación en medio de una oscuridad total, y en la soledad más absoluta de su alma. Jesús cita un Salmo escrito mil años antes por el rey David, que describe con asombroso detalle no solo la Crucifixión, sino también la Resurrección de Cristo.
Tengo sed.
Los evangelistas no procuran nunca suscitar sentimientos de simpatía humana hacia el Crucificado, y es esta la única referencia directa a su sufrimiento físico. La Quinta Palabra marca el tránsito hacia el desenlace final. «Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese:
Tengo sed. Y estaba allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca» (S. Juan 19:28-29). Jesús quiso paliar su sed porque ya no tenía necesidad de prolongar aquel tormento físico, si bien había rehusado tomar la bebida narcotizada que sus verdugos le ofrecieron al inicio de su Pasión (S. Mateo 27:34).
Consumado es.
Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo:
Consumado es. La Sexta Palabra pronunciada desde la Cruz proclama el triunfo de Cristo, no su derrota, y colma el propósito de una vida entregada por entero a la voluntad de Dios. Jesús había dicho en presencia de los suyos: «Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra» (S. Juan 4:34); «Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar» (S. Juan 9:4); «Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese» (S. Juan 17:4). Ha pasado la hora más anhelada, y tras tomar la amarga copa de la muerte pronto conocerá la gloria de la Resurrección.
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
En la hora de su muerte, y cumplida su sagrada misión, el Hijo entregó su espíritu a Dios: «Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo:
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.Y habiendo dicho esto, expiró» (S. Lucas 23:46). Los evangelistas sinópticos destacan la «gran voz» con la que Cristo entregó su espíritu a Dios. Solo Lucas, sin embargo, registra la Palabra final de Jesús, y Juan se limita a decir que «habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu» (19:30). El dato es elocuente: Jesús puso su vida
de sí mismo, y nadie se la quitó, como él mismo había dicho (S. Juan 10:18). No murió derrotado, sino «despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz» (Colosenses 2:15). S. Pablo exclamó: «Sorbida es la muerte en victoria» (1 Corintios 15:54), y el triunfo de Cristo ha inspirado a un número incontable de hombres y mujeres en su paso por la muerte.
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