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Wenceslao Calvo
 

La bandera del Reino

La tarea de traer una solución absoluta a este mundo es sobrehumana. Por eso sobrepasa las facultades de cualquiera, hasta de los mejores.

CLAVES AUTOR Wenceslao Calvo 26 DE OCTUBRE DE 2017 09:16 h

Que los días actuales son malos y que los tiempos que vivimos son peligrosos no es el diagnóstico de algún pesimista irredento, sino la conclusión a la que llega cualquiera que ve lo que está pasando. El panorama que se presenta no puede ser más desalentador, porque la agitación y la inestabilidad son seña de identidad del mundo en el que estamos. Las nubes oscuras en el horizonte no anuncian precisamente lluvias fructíferas sino vendavales y huracanes destructores, que amenazan con llevarse por delante todo lo que encuentren a su paso.



Hasta los mismos hombres y mujeres que están al frente de naciones y gobiernos, procurando manejar timones, velas y demás recursos de mando de sus naves respectivas, pueden ser derribados por esta fuerza destructiva desatada. Y aun en el caso de que salgamos de esta tempestad, todo hace entrever que detrás ya está preparándose otra aún más furiosa. Y es que la constante de este mundo es su tendencia al derrumbe, que puede sujetarse a duras penas temporalmente, hasta que acontece el cataclismo.



Como los problemas que enfrentamos son más profundos que los síntomas que los reflejan, es por lo que ni siquiera los mejores hombres y mujeres al frente de los puestos de mando pueden proporcionar la solución definitiva que enderece este estado de cosas. Nadie puede dar lo que no tiene y a nadie se le puede exigir que haga lo que está más allá de su capacidad. Es por eso que todos los gobiernos de este mundo, aun los mejores, son defectuosos, sirviendo solo para mantener un cierto equilibrio que nos permita ir tirando el mayor tiempo posible. Pero es evidente que ir tirando es solamente un remedio parcial y temporal. Pero incluso ese tipo de remedio los gobernantes por sí solos no pueden llevarlo a cabo, de ahí que la Biblia nos mande orar por ellos.



Esa tendencia innata de pueblos y naciones a la auto-destrucción es lo que hace necesario que no solamente haya una obra salvadora individual sino también una colectiva, es decir, comunitaria. Y ahí es donde hace acto de presencia el Reino de Dios. Un Reino que no es como los demás reinos o gobiernos, defectuosos en sí mismos, sino que es un gobierno perfecto, porque al frente del mismo hay un gobernante perfecto. Ese Reino tiene una bandera o estandarte, anunciado de esta manera:



Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes y su habitación será gloriosa.’i



Esa bandera es una persona, al que ahí se identifica llamándolo raíz de Isaí, es decir, raíz de David. Aquel gobernante amado que llevó a su nación a su etapa de esplendor fue solamente un pálido reflejo del gobernante que ha de llevar a su plenitud el propósito de Dios. Porque después de todo David tuvo muchos altibajos personales y su nación, incluso bajo su mandato, también los tuvo. Una generación después de su muerte, ya había comenzado el proceso de descomposición de la nación, que solamente fue retardado por la acción misericordiosa de Dios. Esa nación, sometida a vaivenes y degradación continua, aunque aliviada por momentáneos restablecimientos, es reflejo de lo que ocurre con cualquier nación.



Por eso la bandera del Reino de Dios que en ese pasaje se anuncia no es un plan accesorio, pensado para suplir cierta deficiencia en un momento determinado. Tampoco es un refuerzo que sujeta un edificio que amenaza ruina. Más bien es la solución para arreglar lo deficiente de manera total y definitiva. La tarea de traer una solución absoluta a este mundo es sobrehumana. Por eso sobrepasa las facultades de cualquiera, hasta de los mejores. Pero el gobernante perfecto que se anuncia en ese pasaje está investido de las facultades perfectas, porque tiene la unción permanente que le capacita para ejercer ese cargo. Bajo esa unción administra su gobierno, que es de justicia, en primer lugar, y de paz, como consecuencia. Un gobierno que va a la raíz, no solamente a los síntomas.



‘El problema es teológico’, dijo el general MacArthur en su discurso con motivo de la firma de la rendición de Japón en la II Guerra Mundial. Efectivamente, el problema de las naciones de este mundo es teológico. Es teológico en su origen y en su remedio. Y si es teológico se sigue que no puede ser arreglado por hombres, aunque hemos sido los hombres quienes lo hemos causado. Si es teológico quiere decir que las soluciones políticas, económicas o sociales que se apliquen no lo curan, a lo sumo son paliativas. Cuidados paliativos es la sala donde este mundo se encuentra.



Pero hay un Hombre que trae la solución teológica. Es aquel que está anunciado como bandera del Reino de Dios, bajo la cual hemos de cobijarnos y militar.



 



i Isaías 11:10


 

 


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