La soberbia le cegaba un ojo y la devoción nublaba la vista de cuantos le seguían.
Había nacido para militar pero se le había truncado la carrera y, lejos de ascender en el ejército, le pareció más fácil infiltrarse en algún grupo ya compuesto y, de ahí, directamente en las vidas ajenas mostrando un interés benigno por las personas. Vio fácil dar así rienda suelta a sus chismorreos y ansias de poder, una combinación a todas luces explosiva.
Su primera táctica para menospreciar a los demás era el encuentro cara a cara con el pardillo. Cada vez que uno de estos pasaba junto a él y le daba los buenos días, aprovechaba para quitar la fama y levantar falso testimonio a cualquier inocente fuera de escena que hubiese confiado en él con anterioridad contándose sus cosas. Su segunda mejor arma era el teléfono. Almacenaba números y números de contactos y buscaba hasta encontrar receptores dispuestos a escuchar sus mentiras a esa hora precisa. Su tercera baza era aconsejar que corriera la voz de las infamias que él juraba por Dios bendito quedarse corto y certificaba, con palabrita del Niño Jesús, que eran ciertas. Se le hacía la boca agua cada vez que un subordinado le respondía: ¡ S´ordenes! y cumplía sus deseos.
Lo que no estaba a su alcance lo remitía a sus más fieles secuaces cuya velocidad de comunicación era similar a la de las liebres cuando salen de sus madrigueras para saltar a sus anchas yendo de un lado a otro por el campo.
Todo aquel que no estaba de acuerdo con sus deseos era tachado de estar poseído por un demonio. O por dos.
Con tal de mandar quería hasta trajinar a Dios. Cada vez que uno no entraba por el aro de sus deseos, ya que no podía ordenar que le cortaran la cabeza ni le pegasen un tiro, ¡lástima!, le castigaba por sus desobediencias con algo que él llamaba, a saber, “disciplina constructiva”.
Siendo tan duro en los planes que llevaba a cabo, fue curioso que no faltó en su boca la sonrisa facilona, nunca alteró el tono musical de su voz, ni el baile lento de sus manos, ni la estudiada bajada de párpados tan ensayada en los momentos oportunos para esquivar miradas claras.
La soberbia le cegaba un ojo y la devoción nublaba la vista de cuantos le seguían.
Por aquel tiempo yo temía que ese mandón muriera de pronto por causa de algún subidón de estima repentina, porque me imaginaba a todos aquellos súbditos que le seguían el juego, entregarse como voluntarios para acompañarle a la tumba, como los esclavos de faraón hacían, y que jamás se recuperasen de aquella manipulación que era tan demencial como absurda. Pero no, me equivoqué en mis sospechas a Dios gracias. Algunos fueron espabilando y, poco a poco, igual que yo hice en su momento, comenzaron a retirarse de su presencia.
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