La Constitución es absolutamente inútil para resolver la cuestión catalana si no recomponemos las relaciones entre personas y entre pueblos.
Hay que ser algo temerario para, con la que está cayendo, ponerse a hincarle el diente a esta cuestión. Quizás la mayoría de ustedes, al empezar a leerme, se pondrán a la defensiva y dirán: “Este ¿es de los nuestros o de los de enfrente?” Pues, señores, sean ustedes españoles unitaristas, catalanes independentistas o nada, si son hijos de Dios, soy de los de ustedes, porque eso es lo que define mi primera identidad. Y les animo a que se desnuden de sus capas para, desde esa identidad, elaborar su posición en este tema; al hacerlo, podremos estar de acuerdo o no en los argumentos y las propuestas, pero podremos dialogar porque compartimos el mismo lenguaje y los mismos códigos, y dialogar es lo que más falta hace en este momento.
Sin este criterio básico, los evangélicos no tenemos nada constructivo que aportar al debate, porque sentiremos, razonaremos y diremos lo mismo que los demás, y, peor, con el mismo dogmatismo de los demás. Hace unos años promoví un diálogo entre evangélicos unitaristas españoles y catalanistas; les pedí a todos que empezasen por explicar las bases bíblicas desde las que elaboraban su argumentario. Los tres hermanos unitaristas lo primero que dijeron fue: “La Biblia no dice nada de las identidades nacionales”; fue de agradecer, porque me llevó a ponerme a escribir un libro sobre lo que la Biblia dice sobre las identidades nacionales: empecé a recoger desde Génesis en adelante textos que abordan la cuestión, y para cuando llegué al Éxodo ya llevaba páginas y páginas escritas; sigo escribiendo el libro y va para largo. Si no somos capaces de encontrar en la Biblia valores y fundamentos desde los que construir nuestro argumentario, nuestras propuestas serán irrelevantes porque no aportaremos nada nuevo.
Pero no les voy a hablar de mi libro. Vamos a sentarnos a pensar si es que hay una forma específicamente evangélica de abordar esta cuestión. Por favor, no se pongan otra vez a la defensiva: no voy a proponerles las posibles soluciones políticas concretas bíblicamente fundamentadas, aunque las tengo elaboradas, pero no toca ahora hablar de ellas. Pensemos en la forma de abordar el problema.
Los evangélicos tenemos muy claro que la gracia tiene muchísimo más poder que cualquier normativa y podríamos hablar horas sobre Romanos o Gálatas, pero a veces ese discurso se nos evapora cuando bajamos de nuestros púlpitos y entramos en la plaza pública. Recuerden, por favor, que no es posible construir gracia desde las normas, pero conducirse con normas estables y voluntariamente asumidas es la consecuencia natural de la gracia.
Aplicándolo a la cuestión catalana, es ineficaz pretender construir relaciones estables desde la pura norma; hay que escoger otro camino, no el de la mera imposición de la norma; los acuerdos estables se asientan desde la libre y voluntaria decisión. Uno queda perplejo cuando ve apelar a la Constitución (así, con mayúsculas) como si estuviese redactada en 3ª (sí, 3ª) Corintios. Los protestantes fuimos pioneros en la construcción de democracia desde el pacto social y deberíamos saber que las normativas no imponen el pacto, sino es el pacto libre y voluntariamente asumido el que establece las normativas. Si ese pacto se debilita, la normativa es inútil para reconstruirlo. La Constitución es absolutamente inútil para resolver la cuestión catalana si no recomponemos las relaciones entre personas y entre pueblos.
El problema mayor no es el desencuentro político: éste refleja un desencuentro progresivo de personas y pueblos, un desencuentro que se debe reconducir con voluntad de entendimiento, no desde la imposición ni con la “santa” Constitución en el puño. Hay que aplicar un criterio realista y bíblico del amor: “Si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda”1.
Si crees que el culpable del desencuentro contigo es tu hermano, deja el ritual y la normativa aparcados por un momento y toma la iniciativa de acercarte a tu hermano para reconciliarte con él. Si crees que los catalanes se han vuelto locos y te sientes ofendido por sus pretensiones, párate y acércate, pregúntales por qué, escucha sus razones y sus sentimientos y después propón, no impongas, porque es inútil: hoy podrás acallar, pero sólo conseguirás que el movimiento rebrote mañana con mucho más poder y de forma definitivamente imparable; no arregla absolutamente nada conducirse bajo la norma: “Si te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, aplica la Constitución”.
La Palabra nos enseña que Dios, siendo supremo Soberano, no nos impone nuestra identidad: es cada uno de nosotros el que decide arrepentirse y entregarse voluntariamente a Él y, desde el nacimiento de nuevo, reconocemos nuestra identidad como hijos suyos2. Esto nos debe llevar a una forma específica de entender la vida y las relaciones humanas; en efecto, la identidad no se impone: se reconoce. Tantos siglos nos hemos enfrentado a Roma diciendo que el bautismo desde niños no impone carácter, que nuestra identidad no nos la impone la pertenencia oficial a ninguna institución, sino la asumimos por libre decisión, ¿y no sabemos aplicarlo a esta cuestión? Por favor, ¿alguien se cree que la identidad nacional es diferente y se puede imponer? ¿Y de qué sirve hacerlo? ¿No sobran ejemplos en la historia que prueban que la imposición genera una más viva reacción de autoafirmación y resistencia?
No voy a entrar en el fundamental tema de la definición del sujeto político de decisión, pero cuando escucho a algunos decir: “Si se hace un referéndum, habría que hacerlo en toda España”, pregunto: ¿Y qué arreglaríamos? Es razonable suponer que en España un 80% votaría en contra de la separación y en Cataluña un 60 ó 70% votaría a favor; ¿y qué haríamos con esto? ¿Arreglaría algo decir: “Os queréis marchar, pero os quedaréis porque así lo decidimos nosotros”?
Los desencuentros entre personas no se resuelven con la norma, sino con el amor; los desencuentros entre pueblos, lo mismo. Si ustedes quieren de verdad que Cataluña siga compartiendo su camino con España, atrévanse a ser diferentes y actúen de forma diferente: empiecen por escuchar a los catalanes con el corazón y la mente abiertos, interésense por ellos, renuncien a sumarse a esa fiebre popular (no sólo de políticos) catalanofóbica que pervierte todo el proceso. Mi sobrina Miriam, que habla con ese peculiar lenguaje de los jóvenes, me dice:
–Tío, lo que percibo es que nos están diciendo: “los catalanes sois unos h. de p., pero os vais a quedar por c..ones”.
Perdón, pero merece la pena reproducirlo porque describe perfectamente cómo lo sienten muchas personas. Cuando vemos al pueblo haciendo el paseíllo a la guardia civil, despidiéndoles en su heroica campaña hacia Cataluña con ese glorioso “¡A por ellos!”, me es difícil decirle a mi sobrina que no, que hay mucha gente que les quiere y les respeta su identidad y quiere establecer con ellos relaciones libres, no de imposición. Desde esta actitud poco se puede construir, y es fácil comprender que ante esta épica guerrera cualquier catalán te diga “por poco me persuades a ser español”.
Alguien debe levantar la voz y reclamar la reconstrucción de los puentes, dejar su ofrenda ante el altar y estar dispuesto a escuchar al de enfrente, recordar que lo primero es primero, que el amor es más poderoso que la ley. Este problema no se arregla con la Constitución, se arregla con una aplicación práctica del amor, que implica la disposición a reconocer al otro, respetarle, respetar su identidad, descubrirla (¿Cuántos de ustedes se han ocupado de aprender catalán? ¿Han leído a Salvador Espríu, a Josep Plá, a Mercé Rodoreda…? ¿Y se siente usted molesto cuando oye hablar en catalán o ve los letreros en catalán? ¿Y se ha preguntado por qué se siente molesto?); esa aplicación práctica del amor implica empatía, simpatía, voluntad política de construir soluciones concertadas, significa abrir la puerta para acoger y además mantenerla abierta para que tu hermano circule por ella con libertad: si alguien se quiere quedar en tu casa, que sea porque quiere.
1 Mt 5:23-24
2 Ro 8.16-17
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