Los niños, las mujeres, los hombres viven su rutina y tratan de hacerlo sin olvidar lo que les ha sucedido pero sin recrearse en el relato de sus dolores y padecimientos.
“Antes eran ‘Los refugiados’ pero ahora les pongo caras y recuerdo a las personas”, me decía hace poco alguien muy cercano con quien he podido compartir la experiencia. Y creo que no hay mejor manera de describirlo. Personas. El concepto olvidado, en muchas ocasiones, por nuestros medios de comunicación. En Moria he comprobado que el calificativo de ‘refugiados’ ha sido algo cómodo para Europa y los diferentes colectivos de su sociedad. El racismo lo ha convertido en algo de carácter obligatorio y lo ha desprovisto de toda humanidad. La visión de las derechas, centros e izquierdas establecidas en la estructura de la Administración ha sido la de burocratizar el asunto y un concepto como el de ‘refugiados’ les ha permitido alimentar su pasividad institucional. Y para las izquierdas alternativas, y extremas, ha sido cuestión de generar un dramatismo que no es natural y un relato apenado, siempre desde la distancia y el oportunismo. Y al descubrir a las personas y sus historias, todo ese imaginario de europeo abastecido por los discursos continentales se ha esfumado.
En Moria prácticamente nadie te explica su viaje hasta llegar allí de buenas a primeras. Los niños, las mujeres, los hombres viven su rutina y tratan de hacerlo sin olvidar lo que les ha sucedido pero sin recrearse en el relato de sus dolores y padecimientos. De entrada, las personas se han interesado por el sitio en el que vivo, por los hermanos que tengo o por el trabajo al que me dedico. Y ha sido al responder con preguntas que he podido conocer una modesta parte de sus experiencias. Como es el caso de Mahtab, de Afganistán, que con sólo 16 años está en Lesbos con sus tres hermanos pequeños y sin sus padres, después de cruzar el estrecho entre Turquía y Grecia de noche y encallando en las rocas. Pero no es una conversación trágica. Deseo que estas líneas no transmitan esto. No deja de sonreír y acabamos la conversación con un selfie. Quiere ir a Noruega.
Y también está Ousman, el ghanés, que se sienta todas las tardes a ver la película infantil que se pasa en la carpa. El día que toca Tarzan me explica que en su país encontraba mangos del tamaño de un puño por la calle y se los comía. Le miró de reojo cuando llegamos al fragmento en el que el niño aprende a transportarse a través de la lianas. Se está riendo y me hace reír. Cada vez que ve a un niño o a una niña les grita “kurdi, kurdi”. Algunos, los que son kurdos, se giran y el les sonríe.
O el voluntario que nos ayuda, Omar. Su novia de Pakistán le dejó porque él había decidido venir a Europa. Porque iba a “vivir su nueva vida”. Ahora se ha convertido en el mejor amigo de Suzi, una de las niñas más pequeñas y más graciosas que vive en el campamento. Estudió electricidad y fotografía y se pasa el día cantando un single que, interpreto por el tipo de música, debe ser la canción del verano pakistaní. A los buenos amigos Mohammed, kurdo, y Adam, árabe, les gusta Hanife, la niña asustada del vídeo. Le escriben dedicatorias en pequeños papeles y le regalan algunos obsequios que ella rechaza sin dejar margen para oportunidad alguna.
A mediados de la última semana noté especialmente la ausencia que tan sólo las personas podemos dejar. La familia Al Hamoud obtuvo los papeles para irse a Atenas. Los padres vistieron elegantes a los seis hermanos el día en que se iban. El segundo hijo llevaba un gorro muy gracioso de Hello Kitty. Nos abrazamos cómo personas, y no de hombre libre a refugiados. Porque, de alguna manera, todos estábamos sufriendo y disfrutando aquel momento. De lo contrario, sería imposible sentir un recuerdo tan evidente y una ausencia tan grande ahora. También echo de menos al hermano pequeño de Mahtab, Muhammad Javar. Siempre que me veía corría y se colgaba de mí. Porque lo único que quería era un abrazo.
Quiero concluir con Jawad. Su necesidad ha sido diferente y con él sí que establecimos contacto directamente a través de su historia. Estaba en el campo con su mujer, su hija y su hijo, de cinco y dos años respectivamente. Jawad ha trabajado como traductor de las tropas españolas y de la OTAN en Afganistán. Según explica, los rebeldes fueron a su casa y le amenazaron con matarle a él y a su familia si no pagaba 50.000 dólares en unos días. Los trámites para acogerle en España estaban paralizados a causa de un atentado en la embajada española en el país. Escapó a pie, primero por la frontera con Irán. Casi pierden a su hija en una de las rutas a través de la montaña. Ahora su mujer sufre pesadillas y mareos. Habla muy bien el castellano y es del Real Madrid. Me he alegrado mucho de ver cómo los derivaban a la sección A. A veces me imagino encontrándolo en la calle, mientras paseo, habiendo hecho realidad su sueño de venir a España. Y entonces hablamos, lejos del peso de las fronteras y de las heridas de las berjas.
Sueños. Tal como corresponde a las personas. Porque esto, Moria, esta situación en general, no trata de refugiados ni de voluntarios. Ni siquiera de policías ni soldados.Trata de personas y sus historias. Un punto de encuentro, quizás el único en toda nuestra vida, en el que nuestros caminos han coincidido, nos hemos podido mirar al ojos y abrazarnos.
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