Mateo, el evangelio judío (V): Mateo 3: 13-17. El bautismo de Jesús y el Espíritu Santo.
No pocas veces, el profeta sufre eso que algunos han denominado el síndrome de Casandra. Ve lo que va a suceder, lo anuncia, pero mucha gente –quizá todos o casi todos– no escuchan su anuncio.
En otras ocasiones, el profeta realiza el anuncio y puede que algunos lo escuchen, pero él mismo no llega a contemplar su consumación ¿Acaso Moisés no contempló la tierra prometida sin poder entrar en ella?
Sin embargo, de manera excepcional, el profeta alcanza a ver cumplida la parte de su mensaje relacionada con la esperanza… siquiera en parte. Fue lo que sucedió con Juan el Bautista. Jesús, procedente de Galilea, acudió al Jordán y pidió ser bautizado (3: 13).
La petición causó el estupor de Juan porque, en apariencia, el bautismo implicaba una situación de superioridad sobre el bautizado y era obvio que éste era más importante que el profeta.
A decir verdad, aquel Jesús era, en todo caso, el que tenía que bautizarlo (3: 14). Sin embargo, la percepción de Juan no era la adecuada. De hecho, lo correcto era someterse a lo que Dios había dispuesto y ese argumento fue aceptado por el profeta sin rechistar (3: 15).
El bautismo de Jesús no estaba relacionado con el pecado y el arrepentimiento, pero sí con dos aspectos de enorme relevancia. El primero era que Jesús se identificaba con toda aquella gente que bajaba hasta el Jordán volviéndose a Dios.
El los acompañaba en esa manifestación de que la única actitud adecuada del ser humano de cara a Dios es reconocerse pecador y acogerse al infinito amor de Dios. No es seguir ritos, no es sumar obras supuestamente meritorias, no es entrar en un club religioso que, supuestamente, garantiza la salvación. Es reconocer la absoluta incapacidad para conseguir la salvación porque somos sólo pecadores y agradecer a Dios que, a pesar de todo, esté dispuesto a recibirnos.
El segundo aspecto es que, al bautizar a Jesús, el profeta Juan lo estaba reconociendo como mesías. De hecho, durante siglos, un profeta – en su defecto un sumo sacerdote – había anunciado al nuevo rey de Israel. Así lo había hecho, ya desde el principio, Samuel con Saúl y David, los dos primeros reyes de Israel.
Por cierto, conviene recordar que en ambos casos no hubo nada parecido al aparatoso ritual de los reyes medievales o de los emperadores paganos. Sólo el anuncio sencillo del profeta (I Sam 9: 26 – 10: 16; I Sam 16: 1-13).
Sin embargo, la confirmación de la misión de Dios no viene por los hombres sino por el propio Dios. Los que no captan algo tan elemental corren el riesgo de errar gravemente.
Dijera lo que dijera Juan, lo que confirmó todo fue que, cuando Jesús salió del agua, vio que el Espíritu Santo, en forma de paloma, descendía sobre él. La confirmación verbal – la qol ha-shamayim o voz del cielo – afirmó que ese Jesús era el Hijo amado, en el que Dios se complacía.
La resonancia del texto de Isaías 42: 1 donde Dios presenta a Su siervo es más que obvia. Aquel joven procedente de Galilea era el Siervo profetizado en el siglo VIII a. de C., pero no era sólo un hombre. Era el Hijo de Dios, una afirmación que para otras religiones monoteístas resulta actualmente intolerable, pero que constituye el nervio central del cristianismo.
El amor de Dios –otro concepto discutido también en otras visiones monoteístas– se manifiesta en que, no por nuestros méritos, sino por Su carácter, aunque éramos sus enemigos, envió a Su Hijo a morir por nosotros (Romanos 5: 1-11).
Continuará
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