Fui a Moria por doce días y me encontré con un vida paralela pero cercana a la vez.
Fui a Moria por doce días y me encontré con un vida paralela pero cercana a la vez. Con otro significado, aunque estrechamente relacionada a las formas europeas de entender la sociedad. Y descubrí que, por encima de muchos aspectos negativos, es quizás uno de los pocos lugares en que hay personas que conservan una pureza única, hoy por hoy, en el continente.
En ocasiones he sentido que estaba en uno de esos campamentos de verano en los que los niños comen melocotones para merendar mientras ven Aladdin en una pantalla de cine improvisada. Y se echan a reír cada vez que el ladrón burla a los soldados del sultán. Incluso los adultos que se han acercado a la carpa se emocionan y aplauden cuando besa a la princesa Yazmin. Entonces un niño me sacude el hombro y me dice con una sonrisa que mañana se va a Atenas, mientras dibuja una ola de mar en el aire con la mano. Entonces siento cómo se parte mi conciencia ilusoria de la situación y vuelvo a sorprenderme ante la vertiginosa realidad de Moria.
Estéticamente, el campo de detención de Moria es un lugar horrible. Una antigua cárcel que aún lo conserva todo. Los alambres de espino. Las largas curvas de vallas. La tierra seca y la atmósfera cubierta de una capa espesa de polvo. Incluso conserva un letrero en el que se lee algo parecido a “Centro penitenciario de Lesbos”. Una población improvisada y desordenada ubicada en un montículo rodeado de olivos, muy Mediterráneo, y donde se concentran 3.500 personas. Algunos singles (hombres solos) hablan de “infierno” o “Guantánamo”, pero yo no se lo tomo en cuenta porque sé que son ironías forzadas.
Quienes sufren más el campo son las familias. A muchas de ellas las hacen convivir en tiendas de pocos metros cuadrados. Tiendas de campaña plagadas de logos de ACNUR. Una de las campañas publicitarias más persuasivas de la historia. Nada del otro mundo. Paredes de tela, al fin y al cabo, entre las que llegan a vivir tres o cuatro familias, que en personas equivale a unas quince. Son útiles para no más que las comidas. Luego, algunos padres nos mandan a los niños para intentar dormir un poco o ganar algo de intimidad. Suerte de ellos, de los niños y las niñas, que decoran todo con su sonrisa. Y se pelean, y lloran y tratan de manipular, pero siempre vuelven a sonreír. Y es entonces cuando Moria cobra ese aspecto de campamento veraniego entre vallas de metal y concertinas, y contenedores de basura repletos de cajas de cartón y de escombros. Algunos siguen sentados ante Aladdin. Otros se han improvisado unos columpios con cartones y telas rasgadas. Tres gamberros han despeñado una silla de ruedas vacía por un pequeño precipicio. Y todos ríen. Como en un campamento de verano.
Justo al lado de la entrada principal del campo se encuentra un espacio cercado aparte, que se divide en tres secciones. La “A”, y la más tranquila, es para familias. Sólo algunas son trasladadas allí porque el lugar es limitado. Hay módulos prefabricados con literas y lavabos. Nada que ver con los aseos comunes para el resto del campo. Agujeros en el suelo y cortes de agua intermitentes. Por eso los niños ondean las tarjetas azules con una letra a gigante inscrita en el dorso.
La segunda sección es para adolescentes solos. Las miradas furtivas se mezclan con gritos de “hello, my friend” y todo el mundo golpea un saco de boxeo que cuelga de un gancho. Un día entramos en uno de los módulos para montar una litera porque habían llegado más chicos. No querían. Repetían “problem, problem” mientras señalaban el espacio entre las camas. Flequillos teñidos de rubio los afganos y camisetas de tirantes ajustadas los negros. En la pared una pintada que dice “lo siento mamá, te echo de menos mamá”.
La sección “C” es para mujeres. Prácticamente todas cocinan o se sientan en el pasillo central común a todos los módulos, para hablar o ver cualquier cosa en el móvil. Es un espacio tranquilo pero a veces tiene aspecto de bazar y las maneras de hablar y los cuerpos alrededor de las ollas hirviendo le dan un aspecto tribal.
No puedo olvidar tampoco la consulta médica. Siempre abarrotada por las mañanas, en una ocasión vi a una familia que pasó seis horas esperando. No se movían de la cola y la hora de comer ya había llegado. No he llegado a descubrir cómo funciona la consulta. Apenas se tiene relación con la doctora. Tan sólo en los dos viajes que se hacen al hospital de Mitilene. Montones de brazos se extienden hacia ella sujetando los papeles, y luego decide quién va y quienes no. Es un momento tenso porque hay problemas de comunicación, a la hora de comprender los diferentes idiomas, y todo el mundo grita y se altera. Todo ello frente a las oficinas de Frontex y de la policía, que hablan entre ellos o se sientan en los escalones de los módulos, ajenos. Y arriba, a través de las vallas, los niños y las niñas siguen jugando y riendo, como si quisieran que siguiese creyendo que esto no es más que otro de esos típicos campamentos de verano.
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