Renunciamos a ser sal por miedo, por desidia, por defectuosa teología o porque el pago de la tiranía supera las treinta monedas de plata. Ahora ha llegado el momento de ser pisoteados.
No deja de ser significativo que, tras describir a sus discípulos, a inicios del Sermón del Monte, Jesús realice una afirmación extraordinaria, la de que son la sal del mundo (Mateo 5: 13).
La afirmación es enormemente importante porque antecede a la consideración de esos mismos discípulos como la luz del mundo (Mateo 5: 14 ss) y porque además incluye una grave advertencia, la de que si la sal no cumple su función será arrojada y pisoteada.
La función de la sal en la época de Jesús –sigue sucediendo así en algunos países– no era tanto la de dar sabor como la de evitar la corrupción hasta el pudrimiento. En otras palabras, de sus discípulos Jesús espera que contribuyan a que el mundo no se siga corrompiendo a diario hasta pudrirse por completo. Naturalmente, sus discípulos pueden decidir por diversas razones no actuar como sal. Pues bien, si eso sucede, deben saber que las consecuencias serán fatales. Los arrojarán al exterior y los pisotearán.
Pocas veces una enseñanza de Jesús habrá tenido tanta actualidad. Permítanme recapitular algunos datos.
Hace algo más de una década, advertí en público, una y otra vez, de lo que significaba la agenda del lobby gay, de nuestra obligación como creyentes de resistirla, de lo que sucedería si no nos enfrentábamos con ella y de que esas pésimas consecuencias no sólo recaerían sobre la nación sino también sobre las iglesias evangélicas.
El punto de partida era la innovación legislativa impulsada por el socialista José Luis Rodríguez Zapatero que implantaba el matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción de menores por parejas homosexuales.
Hubiera sido de desear una reacción de los evangélicos frente a semejante aberración. Lo hubiera sido, pero no se produjo. Algunos decidieron no complicarse la vida que ya es bastante problema pagar el alquiler del local de la iglesia. Otros incluso cargaron directamente contra los que alzábamos la voz y, sin entrar en la cuestión, se limitaron a alegar con desprecio que éramos “muy de derechas”. Aparte de que la excusa era estúpida -¿hubiera sido mucho mejor ser “muy de izquierdas” o “muy nacionalista”?– la realidad es que corrieron como posesos a la hora de cobrar las subvenciones de una fundación creada por Zapatero cuyo capo era nada más y nada menos que Pedro Zerolo, icono del lobby gay.
Cuando se aprobó la ley en el congreso, incluso apareció alguno para decir que lo hacía para que quedara claro que no todos los evangélicos eran “como César Vidal”. Que los evangélicos no sean como César Vidal seguramente dice mucho en su favor, pero, en este tema concreto, no resulta tan claro. Sí, es cierto que, en este caso concreto, estaba muy solo al exteriorizar lo que muchos pensaban y callaban.
Poco a poco, lo que había anunciado que sucedería se fue cumpliendo. Es cierto que en determinado congreso no se permitió que se leyera una ponencia mía donde señalaba la que se avecinaba, pero no se puede poner puertas al campo. En primer lugar, callar cuando se debía haber hablado tuvo la consecuencia del dividir al campo evangélico. Por un lado, quedaron los que estaban dispuestos a congraciarse con la iniquidad y encima presentarlo como virtud y, por otro, los que decidimos que no podíamos hacerlo. Los primeros comenzaron a recibir fondos públicos aunque para ello retiraran de circulación un libro donde aparecían unos párrafos críticos con el matrimonio homosexual –había que retirarlo de circulación porque, de lo contrario, quedaban paralizadas otras subvenciones– o callaran ante las iglesias que decidieron, en contra de la enseñanza del Nuevo Testamento, casar a parejas homosexuales. Los segundos no tardaron en ser objeto de ataques directos y de amenazas legales. Cuando sucedió los primeros llegaron incluso a comparar el ser evangélico con ser homosexual y decir que debíamos apoyar su agenda porque a nosotros también nos habían perseguido. El disparate era colosal, pero siguió caminando como si fuera una verdad evidente por si misma.
Naturalmente –también lo anuncié entonces– la capitulación, más o menos remunerada, no iba a comprar que los evangélicos –de los cuales muchos sólo querían estar tranquilos- pudiéramos estar en paz. El que paga manda y no tardaría en exigir la capitulación absoluta. Era lo que ansiaba implantar para toda la sociedad y no haría una excepción con la sal que se negaba a salar.
Durante un tiempo, hubo que asistir al bochornoso espectáculo de aquellos que pretendían representar al pueblo evangélico en España –a mi jamás me representaron– y, en virtud de esa supuesta representación, decidieron tolerar en su seno a iglesias que casaban parejas homosexuales y se jactaban de ello porque, a fin de cuentas, lo importante para ellos no era seguir los mandatos de Jesús sino ser “inclusivos”. Pero esa situación no podía durar.
Su final está a punto de llegar con las leyes de género –once ya aprobadas por CCAA– y con la posible y futura ley de libertad religiosa. Ahora ya no queda tanto territorio gris en el que ubicarse. O las iglesias se rinden a la ideología de género y reniegan de su Señor y Salvador y así son asimiladas a los deseos de la nueva inquisición gay o deciden predicar el Evangelio sin concesiones y entonces se enfrentan con la posibilidad de los escraches gays, de las multas e incluso de la prisión. En su día, se negaron, de manera más o menos expresa, a ser sal y ese sal ha sido arrojada y ha comenzado a verse pisoteada.
A pesar del inmenso coste que ser fiel ha significado para mi –incluido el acoso constante, el exilio, la posibilidad que sólo he narrado a amigos muy cercanos de perder la vida y, por supuesto, los ataques, no pocas veces calumniosos e infames, de los que habían decidido pactar con el mal– sigo pensando que sólo hay un camino y es el de ser fiel a Jesús. Así ha sido siempre.
En 1933, Adolf Hitler, de manera impecablemente democrática, llegó al poder en Alemania. El impacto que ese hecho tuvo en el seno del cristianismo fue pavoroso. La iglesia católica no tardó en firmar un concordato con Hitler que proporcionó al dictador una buena imagen internacional que supo aprovechar.
Las iglesias protestantes se dividieron. Un tercio decidió claramente ponerse del lado de Hitler. Recibieron subvenciones, claro está, pero lo justificaron porque el nacional-socialismo era el mensaje del progreso y tenía muchos puntos de contacto, supuestamente, con el cristianismo. De entrada, pretendía devolver a Alemania la dignidad perdida injustamente con la paz de Versalles. Los denominados Deutsche Christen (cristianos alemanes) fueron utilizados por los nazis aunque, de entrada, también canalizaran fondos públicos en su favor.
Otro tercio de las iglesias optó por el silencio. No es que les agradara lo que enseñaban los nazis o el aislamiento inicial de los judíos, pero consideraban que su ministerio era fundamentalmente espiritual y no tenía por qué mencionar cuestiones no-espirituales como era la ideología pagana que predicaban los secuaces de Hitler.
Finalmente, otro tercio decidió que debía dar un testimonio frente al mal que se había apoderado de Alemania. Entre los que formaban parte de esa minoría estaban un hombre llamado Martin Niehmoller. Pastor evangélico, no tardó en ser acosado por los nazis e incluso llevado ante los tribunales. La justicia no estaba totalmente controlada por Hitler a la sazón y dio la razón a Niehmoller, pero los nazis no estaban para someterse a la legalidad como, por ejemplo, no lo hace Montoro, el actual ministro de Hacienda, recientemente reprobado tras una sentencia contraria del Tribunal constitucional.
Cuando Niehmoller salió libre de cargos, la Gestapo lo detuvo y lo condujo hasta un campo de concentración en que seguiría hasta 1945. Como Hitler diría, Niehmoller era su “prisionero particular”. Niehmoller escribiría tiempo después una poesía que los ignorantes siguen atribuyendo a Bertolt Brecht y que dice:
Primero vinieron a por los comunistas y yo no dije nada,
porque yo no era comunista.
Luego vinieron a por los sindicalistas, y yo no dije nada,
porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron a buscar a los judíos, y yo no dije nada,
porque yo no era judío.
Luego vinieron a buscarme
y no quedaba nadie que pudiera hablar por mí.
Niehmoller, en otras versiones, incluiría a otros grupos como, por ejemplo, a las víctimas de la ley de eutanasia. Con todo, Niehmoller sí había hablado –a muy alto precio– pero era consciente de lo que había sucedido y de la responsabilidad colectiva del pueblo de Dios. Aunque no lo mencionara, la sal no había salado y, al fin y a la postre, había sido arrojada y pisoteada, incluso más que pisoteada.
Durante años, demasiado años, esa ha sido nuestra realidad. El aborto, tan sólo el año pasado, costó no menos de cien mil vidas, una cifra similar a la de todos los combatientes de los dos bandos muertos en el campo de batalla durante toda la guerra civil española. Sin embargo, callamos o nos limitamos a tibias protestas o incluso lo apoyamos con supuestos argumentos teológicos.
El matrimonio homosexual se impuso y hubo silencio cuando no respaldo abierto e incluso ataque contra los que advertían de las consecuencias. La adopción de criaturas inocentes por parejas homosexuales se convirtió en legal y miramos hacia otro lado considerando que era mejor no obstaculizar el cobro de subvenciones o parecer tolerantes que obedecer a Cristo.
Renunciamos a ser sal por miedo, por desidia, por defectuosa teología o porque, esta vez, el pago de la tiranía superaba las treinta monedas de plata. Ahora ha llegado el momento de ser pisoteados.
Ya no basta con callar, con mirar hacia otro lado, con dejarse comprar. Ahora hay que convertirse en una pieza más de la nueva dictadura totalitaria como lo fueron los Deutsche Christen para Hitler.
La pregunta es si ahora, finalmente, seremos fieles, si nos enfrentaremos a la agenda de la ideología de género, si combatiremos una ley de libertad religiosa intolerable – como no lo hicimos durante los últimos cincuenta años - o si simplemente continuaremos sin impedir la corrupción del mundo y esperando que nos pisoteen contra el suelo.
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