A pesar del sacrificio de Cristo, nos hacemos unos a otros la cruz definitiva del repudio.
Comienzan las galas de Isabel Pantoja. Sus entradas se anuncian y venden, como siempre, en lugares conocidos. No, sobre esta mujer no estoy haciendo publicidad gratuita en este medio. Me refiero a que el reciente pasado de la tonadillera ha quedado atrás y aquel lugar, de cuyo nombre no quiere acordarse, ha pasado a la historia. Bien está. Borrón y cuenta nueva. Lo que pasó, pasó. La vida sigue. De hecho, Isabel se encuentra bien y ha decidido seguir trabajando. La sociedad, una gran parte, sobre todo de mujeres, la ha apoyado, animado y acompañado en sus penurias de principio a fin. La quieren y se nota. Se siente querida y lo disfruta. La mayoría de las personas que la admiraban, continúan haciéndolo. Está perdonada, rehabilitada e integrada de nuevo en la sociedad. Se le reconocen sus dones para cantar, los ha tenido siempre, no hay duda. Y esto que ha conseguido es un logro que muchos no alcanzan.
Comento el hecho porque me hace pensar. Hace que me plantee una pregunta: ¿no es este perdón humano un ejemplo social para ser adoptado en la vida eclesial? Y reflexiono sobre la respuesta que debo darme a mí misma. En la iglesia, de manera personal, nos conviene asegurar que hemos sido rescatados, que hemos nacido de nuevo, que se nos ha restablecido. Pero hacia el otro, hacia el prójimo, andamos siempre señalándolo con el dedo índice de algunos versículos acusatorios. Nos apropiamos de la absolución que no le concedemos al otro y viceversa.
A pesar del sacrificio de Cristo, nos hacemos unos a otros la cruz definitiva del repudio. Continuamos, una vez hemos sido salvados de nuestros pecados, penando, sumidos en un pozo del que nos sacó el Señor, inutilizando, consciente o inconscientemente, los dones del que en otro tiempo falló sin volver a darle más oportunidades. No nos queremos y además procuramos que se nos note. No estamos acostumbrados a valorarnos, ni apoyarnos, ni perdonarnos, no en lo que somos, sino en lo que el Señor hace de nosotros.
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