Donde Dios no esté, allí está el infierno, sin más necesidad de demonios torturadores ni de ollas de aceite hirviendo.
Señor Director de Protestante Digital: Este es el tercer artículo que mando a usted al cumplirse cien años de las supuestas apariciones de la Virgen a dos niñas y un niño, pequeños pastores de ganado, en la aldea de Fátima, distrito de Santarém, en la Portugal de Fernando Pessoa. Los hechos discutidos hasta el día de hoy tuvieron lugar, como usted, hombre muy leído, debe saber, de mayo a octubre del año 1917.
En el primer artículo, después de escribir sobre la visita del papa Francisco a Fátima el viernes 12 de mayo último, pasé a cuestionar algunas de las monumentales contradicciones que se dan en estas supuestas apariciones. Discutí el hecho de que las también supuestas vírgenes siempre eligieran a niños para hablar con ellos y para ordenarles que a su vez ellos hablaran al mundo. Luego entré a debatir otros temas: Los mensajes de la virgen de Fátima, la inmaculada concepción de la Virgen y el Purgatorio. Hoy continúo con otro de los lugares del que nada quiero saber, ni para usted, señor Tarquis, ni para su bella esposa Asunción. Y ya metido en el tajo, tampoco lo quiero para su familia ni para la mía. Ni para nuestros amigos, ni para nuestros hermanos, para nadie, Director, quiero yo el infierno.
Por lo que escribo a continuación parece ser que la supuesta Virgen de Fátima estaba en desacuerdo conmigo.
Primero, señor Director, unas pinceladas históricas. Después entraremos en la teología y en la Biblia, que no es teología, es vida. Vida viva.
El infierno.
El concepto bíblico del infierno ha sido adulterado en el curso de los siglos. Los escritores católicos de la Edad Media, tomando como punto de inspiración los muchos mitos de los pueblos antiguos, nos presentaron visiones horripilantes del infierno. Lugares tenebrosos, cuyos castigos sobrepasan el sadismo y la crueldad. Seres medio hundidos en enormes pantanos con demonios acariciándoles el rostro y danzando alrededor con mazas inflamadas. Cuerpos con serpientes encadenadas en columnas de metal al rojo vivo. Diablos extendiendo a los culpables sobre sábanas de hierro y colchones de carbón ardiendo. Enormes pozos de azufre tragándose a los condenados.
Desde la Edad Media, la Iglesia católica ha venido presentando esta falsa visión del infierno. Es cosa sabida hoy que Dante siguió el pensamiento de Tomás de Aquino en su descripción del infierno. Y Tomás sigue siendo una autoridad en la teología católica contemporánea. Desde entonces, desde los tiempos medievales, la Iglesia católica ha cambiado muy poco su concepto del infierno. Por eso no es de extrañar que la aparición de Fátima, que es una aparición católica romana, siguiera esa misma línea descriptiva cuando habló a Lucía del infierno. He aquí lo que escribió la niña, siendo ya “la hermana Lucía” en un convento de monjas de Tuy “por pura obediencia y obtenido el permiso del cielo”:
“Nuestro Señora, al pronunciar las palabras: “Sacrificaos por los pecadores”…abrió las manos de nuevo, como en los meses precedentes. El haz de luz que de ellas salía pareció penetrar en la tierra. Y nosotros vimos como un mar de fuego y en él sumergidos los demonios y las almas, como brasas transparentes y negras o broncíneas, con forma humana, que fluctuaban en el incendio, levantadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con nubes de humo, cayendo en toda dirección, asi como el caer de las centellas en los grandes incendios, sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de espanto… Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones en ascua” (1).
Cuando la niña de Fátima escribió eso tenía ya 34 años y en el convento donde se hallaba había leído por entonces muchos relatos medievales del infierno. De ahí el describir a los demonios como “animales asquerosos y espantosos” y hablar de “gritos y gemidos de desesperación y de dolor”. Si en lugar de esos libros hubiera leído la Biblia, y en especial el Nuevo Testamento, su descripción del infierno hubiera sido otra. Habría advertido que los demonios no se describen como “animales asquerosos”, sino como ángeles. Ángeles rebeldes, caídos de su antigua gloria, perdidos sus privilegios, pero con poder para transformarse en brillantes luceros. También habría aprendido Lucía que las descripciones que la Biblia hace del infierno son enteramente espirituales y nada tienen que ver con esas representaciones grotescas de la Edad Media. Y, en fin, si Lucía hubiera leído el Nuevo Testamento se habría dado cuenta que la aparición de Fátima era una impostora, porque el mayor castigo de los condenados en el infierno no será el convertirse “en brasas transparentes y negras”…”entre gritos y gemidos de desesperación”, sino el ser privados de la presencia bendita de Dios, como lo afirma San Pablo en una de las mejores definiciones que la Biblia nos da del infierno: “Los cuales –se refiere a los condenados- sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia de Dios y de la gloria de su poder” (2).Y ya no hace falta mayor castigo. Donde Dios no esté allí está el infierno, sin más necesidad de demonios torturadores ni de ollas de aceite hirviendo.
Tal como ocurrió con el purgatorio, Juan Pablo II, papa durante 27 años, negó la existencia del infierno en el curso de cuatro audiencias en el verano de 1959.
“El infierno no es una abstracción ni un lugar físico entre las nubes” dijo Juan Pablo II, quien añadió: “el infierno, más que un lugar, es la situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios”, idea que sigue el pensamiento de Pablo en la segunda carta a la Iglesia de Tesalónica.
Por aquellos días los humoristas gráficos de la prensa española publicaron varias viñetas en torno a las declaraciones de Juan Pablo II. Menda, en “El Mundo”, presentaba al diablo en medio de dos tinajas hirviendo con esta leyenda. “Infierno. Cerrado por no existir y por falta de condenados”. Por su parte Máximo, en “El País”, dibujaba una supuesta imagen de Dios diciendo: “No hay cielo, según Juan Pablo. No hay infierno. ¡El papa me está dejando sin sitio!”. Y el diablo: “Le he hecho creer al papa que no existo para que se relaje la grey”.
Por un lado, la supuesta Virgen aparecida en Fátima habló a la niña Lucía de un infierno horrible, más espantoso que el de Dante. Por otro, un papa con 27 años dirigiendo el Vaticano dice que el infierno no existe. ¿Quién lleva razón?
El rezo del Rosario.
Todas las apariciones muestran un especial interés en enfatizar el rezo del Rosario. Bernardita dice que la Virgen de Lourdes tenía en sus manos un Rosario de cadena amarilla y de cuentas blancas y gruesas, muy apartadas unas de otras. Cuenta la niña que la dama, vestida de blanco, le sonreía dulcemente sin dejar de rezar el Rosario (3).
Lucía, por su parte, cuando aprendió a escribir manifestó que la Virgen de Fátima sostenía en sus manos juntas “un Rosario de granos blancos, como perlas, terminando con una crucecita de plata bruñida”. Casi en todas las apariciones, la Virgen aconsejaba el rezo del Rosario, diciendo: “Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo” (4).
Ya tenemos aquí a vírgenes que se consideran cristianas practicando y recomendando costumbres paganas. Porque todo lector medianamente versado en la Historia de los pueblos sabe que el uso del Rosario es una antiquísima costumbre pagana. Lo empleaban ya los indios mejicanos de la antigüedad y en los libros sagrados de las religiones indias hay abundantes referencias al Rosario. Los Lamas del Tíbet y los discípulos de Confucio empleaban el Rosario en China desde tiempos inmemoriales. En Grecia y en la Roma pagana, el Rosario se usaba en las ceremonias religiosas. Siglos más tarde fue introducido en algunas sectas del Islam, de donde lo tomaron los cruzados que el Vaticano enviaba a Oriente, dándolo a conocer en los países occidentales cuando regresaban de prostituirse a las órdenes de los Papas (5).
En el Cristianismo, el Rosario fue introducido por el español Domingo de Guzmán a principio del siglo XIII. Así lo afirma el domínico Fray Francisco Rivas. Dice que la institución del Rosario “pertenece, sin ningún género de duda, a Santo Domingo, como consta por el testimonio solemne de los Sumos Pontífices León X, San Pío V, Gregorio XIII, Sixto V, Clemente XI y Benedicto XIII (6).
La historia del Rosario es una historia de sangre, de odios, de muerte, de venganza. Domingo de Guzmán fue también el fundador de la Inquisición, ese “terrible tribunal de venganza”, como lo llama Emilio Castelar. Al rezo del Rosario los cruzados pasaban con sus lanzas a quienes adoraban al mismo Dios que ellos, solo que con diferente nombre; y al rezo del Rosario las tropas mercenarias del Vaticano arrollaban Francia y sembraban la muerte y la destrucción por las aldeas y ciudades donde moraban los pacíficos albigenses.
Hay más: Independientemente de la aberración que supone el que una Virgen que dice venir de parte de Dios aconseje la práctica de una costumbre totalmente pagana, está ese acto contradictorio de la supuesta Virgen rezando el Rosario en su propio honor. En el curso de la tercera aparición, el 13 de Julio de 1917, Lucía dice que la Virgen “insistió por tercera vez sobre el rezo diario del Santo Rosario en honor de la Virgen” (7).
Es decir, que la Virgen buscaba su propio honor y se rezaba ella misma a sí misma. Y como en el Rosario hay, corrientemente, setenta y dos Avemarías, la misma Virgen repetía mecánicamente mientras pasaba las bolitas:
“Dios te salve, María…”. “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores…”. Y cuando llegaba el turno al Padrenuestro, la misma que había dicho a sí misma “Ruega por nosotros pecadores” pedía ahora a Dios “perdónanos nuestras deudas…”. Es el colmo. Tal cúmulo de contradicciones se da cuando se quiere a toda costa someter a Dios a los caprichos innovadores de la religión católica.
Notas.
1. “Las Maravillas de Fátima”, página 50.
2. Segunda de Tesalonicenses 1:9.
3. Luis Boa Domínguez, “Lourdes ayer y hoy”, páginas 14-15.
4. “Las Maravillas de Fátima”, páginas 30-31.
5. Alexander Hislop, “The two Babylons”, página 187 y ss.
6. Rivas, “Curso de Historia Eclesiástica”, tomo III, página 181.
7. “Las apariciones de Fátima”, páginas 22 y 23.
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