Nuestra sociedad moderna se enfoca en el individuo y su realización personal. En consecuencia, lo primero que se empieza a diluir y distorsionar es el concepto de matrimonio y familia.
Como familia, en ocasiones nos gusta ver una película juntos y cenar pizza. A nuestro hijo Noel le encanta acompañarla de un buen refresco. Recordamos un viernes cuando habíamos decidido tener una sesión familiar de cine-pizza pero nos faltaba el refresco para nuestro hijo, así que decidí bajar al bar de la esquina y comprar un par de latas. Al entrar al establecimiento me dirigí a la máquina expendedora de bebidas y retiré dos envases. Cuando llegué a casa y nada más entrar María del Mar me dice, “hueles a tabaco” a lo que un poco sorprendido le respondí “bueno lo único que hice fue entrar al bar, sacar las bebidas y salir.” Y desde luego era cierto, pero de lo que yo no era consciente es de que al entrar al bar, e independientemente de que estuviera o no de acuerdo con lo que allí había (viernes noche, mucho alcohol, mucho humo…) yo no pude evitar el ser contaminado con parte del ambiente que allí se respiraba.
Utilizamos esta anécdota para ilustrar la idea de que cuando cada lunes abres la puerta de tu casa para entrar “al ambiente de esta sociedad” y pasas en ella 6, 8 ó 12 horas, al regresar a casa tú no podrás evitar el ser contaminado con parte de ese ambiente, es decir parte de la ética, costumbres y estilo de vida de esta sociedad se te va a pegar, te guste o no. Esta idea se define muy bien en el evangelio de Juan cuando dice: “No somos del mundo, pero vivimos en el mundo”, ¿Cómo es la tierra de esta sociedad?, ¿sobre qué terreno vamos a edificar nuestro matrimonio?
Vivimos en la época de la ultramodernidad que se caracteriza por la desaparición de todos los ideales que mantuvieron en pie a la sociedad moderna hasta finales del siglo XX. Las grandes utopías, la fe en el futuro y en las posibilidades del hombre, han ido desapareciendo como motor impulsor, dando paso a un escepticismo generalizado y a una falta de motivación y esperanza en el futuro. Muchos jóvenes que no tienen claras sus reglas de vida, o no las han recibido de sus padres, crecen en un contexto donde aprenden a vivir bajo la ley del mínimo esfuerzo y a no respetar las reglas del juego, entre otras cosas porque sencillamente hemos roto la baraja de una ética normativa y pocas cosas, a nivel ético, tienen carácter de ley, asumidas y aceptadas por y para todos.
Vivimos bajo lo que en filosofía se denomina “ética de mínimos y ética de máximos”, es decir una ética de relativos y no de absolutos, una ética donde no hay normas y todo vale mientras no hagas daño al vecino (mínimos), y luego una ética personal donde yo puedo tener mis valores, creencias y principios rectores (ética de máximos) pero donde dichos valores y creencias son de carácter personal y privado. Por tanto hablamos de una ética personal que excluye cualquier elemento normativo y generalizado. Esto que aparentemente es muy progresista, pues el mundo ya es una “aldea global”, deriva en una relativización de todas las cosas, cada persona es un mundo particular y la frase es “¿Quién eres tú para imponer o pretender estar en posesión de la verdad absoluta?” De este modo todo se enfoca al individuo y su realización personal, lo importante es el individuo y no el grupo, por tanto lo que primero se empieza a diluir y distorsionar es el concepto de matrimonio y familia produciéndose una trivialización del mismo, si era indisoluble bajo la ética normativa de la Iglesia Católico Romana, ahora se puede disolver y cuanto más rápido mejor.
El hedonismo se ha constituido en el valor supremo a consumir y el relativismo ético, unido a la crisis global que vivimos, provoca que la mayoría de las personas vivan una existencia instalada en el presente y su realidad inmediata. La falta de valores absolutos trae como consecuencia que no haya ideales que perseguir, y la falta de ideales trae falta de fe en el futuro, porque cuando el hombre y la mujer no persiguen ni anhelan nada, todo pierde fuerza y sentido. En la vida necesitamos ideales que perseguir, pues las metas y los objetivos nos retan y motivan a seguir adelante. Cuando hay ideales y sueños que perseguir, estos se constituyen en el motor que provee energía y fuerza para luchar, eso es lo que da sentido a nuestras vidas, pues el ideal de la familia, nos instala en dos de los roles que más nos realizan como seres humanos: ser esposo/a y padre/madre.
Hasta hace unas décadas el enfoque de la sociedad era familiar, pero desde que el concepto de posmodernidad o modernidad líquida entró en escena, el enfoque social es laboral y de promoción personal. Hombres y mujeres inmersos en la rueda de sus responsabilidades profesionales, que sacrifican el 90% de su tiempo y energía en el altar laboral, no quedándoles nada más que las migajas para sus otras y más básicas responsabilidades de esposos y padres. Hombres y mujeres que cuando llegan a casa han consumido no sólo la mayor parte de su tiempo, sino que llegan cansados y estresados, siendo más bien candidatos a cenar algo rápido y quedarse dormidos en el sofá de puro agotamiento… ¿Dónde quedó el tiempo para las buenas conversaciones, la cena juntos en pareja o familia, el ocio compartido y el acercamiento afectivo? Con todo este “caldo de cultivo” no nos ha de extrañar el índice de divorcios y la violencia familiar, pues como dice la Palabra “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.”
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