Muchas veces nuestra bondad o nuestra maldad se refleja en la manera de mirar.
Si me has seguido en diferentes ocasiones en esta columna, te habrás dado cuenta de que algunas historias llegan a ser asombrosas. Todos somos especiales, y lo que podemos llegar a inventar puede ser genial. Hace poco más de veinte años un árbitro español expulsó a un jugador durante un partido de fútbol y la razón que puso en el acta fue: «Me miró mal».
Aunque suene divertido, en cierta manera tenemos que reconocer que muchas veces nuestra bondad o nuestra maldad se refleja en la manera de mirar. Cuando de repente nos encontramos con alguien no podemos disimular si nos resulta una sorpresa agradable o desagradable. Cuando hablamos con otras personas, nuestros ojos nos delatan: enseñan si estamos convencidos con lo que decimos o no; incluso llegan a reflejar entusiasmo, hastío o indiferencia acerca de lo que estamos diciendo. Realmente, pocas cosas podemos esconder cuando alguien nos mira a los ojos.
El Señor Jesús dijo: «La lámpara del cuerpo es el ojo; por eso, si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará lleno de luz. Pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará lleno de oscuridad. Así que, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡cuán grande no será la oscuridad!» (Mateo 6:22-23).
Ojos limpios, cuerpo lleno de luz. Mirada clara y tranquila, cuerpo que vive lleno de paz. Si queremos tener una mirada limpia, debemos recordar que nuestros ojos responden a lo que hay dentro de nuestro corazón.
En primer lugar, la mirada clara refleja el perdón. Los ojos limpios muestran que nos sentimos perdonados, y que hemos perdonado a la persona a la que estamos mirando.
En segundo lugar, los ojos limpios demuestran la ausencia de maldad. Enseñan a todos que no queremos hacer daño, que no estamos pensando en ninguna ofensa, que nuestro corazón también está limpio y no quiere herir a nadie.
En tercer lugar, mirar de una manera trasparente refleja que no hay dobles intenciones en nosotros en lo que le decimos a la persona con la que estamos hablando. Cuando alguien busca engañarnos ocultándonos parte de la verdad o quiere algo de nosotros que no muestra en las palabras que nos está diciendo, sus ojos nos esquivan. Su mirada le delata, no puede seguir a la nuestra.
En cuarto lugar, cuando nuestros ojos brillan, es porque estamos enamorados. Muchos lo notan incluso sin decir una palabra. Todos lo descubren cuando hablamos de esa persona a quien amamos. No es posible querer a alguien y que nuestros ojos no brillen con su recuerdo. No es posible amar al Señor y esconderlo.
Por último, los ojos limpios son el espejo de un corazón limpio. El reflejo de una motivación transparente y una actitud de no querer ocultar nada. Así de simple. Así de difícil.
El Señor Jesús hace retroactivo el proceso cuando dice «Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios» (Mateo 5:8). Cuando nuestro corazón ama al Señor, nuestros ojos son premiados de la mejor manera posible: con la contemplación de nuestro mejor amigo. Viviendo cara a cara con él.
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