Juan Carlos Borbón ha abdicado. Su anuncio, con los ojos sin expresión fijados al teleprompter para asegurarse de cada palabra que decía, ha sido plano en el fondo y en la forma. Rajoy había anunciado que el monarca daría las explicaciones de su decisión, pero no ha habido explicaciones reales (en su doble sentido). Ha sido un discurso previsible, prendido en las obviedades y los lugares comunes, el mismo que cualquiera habría recomendado a un amigo que se viese en esa situación: “He servido al país, doy gracias a todos y os dejo a mi hijo, que es una persona muy estudiada”. No ha dado explicaciones creíblemente realistas y nos ha dejado todo el margen para la especulación.
La repetición de la palabra “errores” en su declaración podría dar alguna pista, pero en ningún momento los ha reconocido explícitamente. Ha perdido una oportunidad espléndida de ser ejemplarizante y concretarlos públicamente; pero no, ya cuando se fue de cacería salió al cabo de un tiempo diciendo “no volverá a suceder”, pero nadie sabe si fue lo de los elefantes, lo de la amiga acompañante o qué; actuó entonces como la mayoría de los políticos españoles, que nunca reconocen un error y sólo dimiten cuando el deterioro de su imagen es imparable.
A los protestantes, que construímos el sistema democrático desde la exigencia de un control mutuo de los poderes y de su responsabilidad ante la ciudadanía, nos molesta una institución que no rinde cuentas a nadie. No se nos diga que muchos países protestantes tienen monarquía, porque en estos la población ha venido exigiendo a esa institución su sometimiento a la soberanía popular; de hecho, el más reconocido monarca, el rey del Reino Unido, tiene vetada desde hace siglos su entrada a la Cámara de los Comunes, y su discurso de apertura de la legislatura se lo dicta el primer ministro.
En estos 39 años el Sr. Borbón no ha rendido cuentas a nadie y hemos tardado décadas en saber cuánto de nuestros impuestos va destinado a mantenerle. Su trayectoria política está llena de preguntas no contestadas, incluidas las de su más conocida intervención, en el 23-F, como se ha vuelto a evidenciar a la muerte de Adolfo Suárez.
El monarca no ha asistido a ninguno de los actos de los protestantes, y esto sorprende en un personaje tan dependiente de la tradición y el linaje; ha olvidado que es descendiente de la reina Victoria y de Juana de Albret; pero parece recordar bien a su antepasado Enrique IV, para quien París bien valió una misa.
Personalmente no acabo de comprender la racionalidad de que alguien sea algo más que los demás por su linaje y que los demás así tengamos que reconocerle y mantenerle sin que tenga que presentarse a una oposición ni a unas elecciones. No puedo evitar recordar la advertencia de Dios a Israel cuando tan entusiasmados estaban con autoimponerse un monarca: “Diezmará vuestro grano y vuestras viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos”
1. Aducir que si no hay un rey por encima la convivencia se dificulta, es reconocer un serio fracaso como sociedad, una incomprensible inmadurez para el pacto y la convivencia, incompatible con el extendido orgullo de los españoles por su democracia.
Lo cierto es que la valoración de la monarquía por la población general española ha venido descenciendo desde el notable alto al suspenso claro, y algo habrá hecho el Sr. Borbón para dilapidar un capital que la inmensa mayoría del arco parlamentario ha venido sustentando con todo cuidado por convicción o por sentido de la oportunidad. Merece reflexión especial la postura del PSOE, partido republicano en su más profunda identidad, que ha venido sosteniendo activamente la imagen del monarca hasta hoy mismo; es una evidente contradicción equiparable a la de Carrillo cuando se envolvió en la bandera roja y gualda al inicio de la transición.
¿Qué va a pasar? O mejor, ¿qué debería pasar?
Lo más fácil para la monarquía es seguir el trámite previsto, con la aprobación de la correspondiente ley orgánica, que no parece peligrar. Pero probablemente no sea lo mejor para la monarquía; ¿por qué? En un sistema democrático el poder de toda institución debe radicar más en su autoridad moral que en la fáctica, y la monarquía española tiene pendiente su legitimación desde la dictadura: es una monarquía impuesta por Franco (Juan Carlos juró, y no como cualquiera, los Principios del Movimiento
2) y se coló de tapadillo en la constitución del 78, sin que se atreviese a someterse a un referendum legitimatorio a pesar de que muchos lo reclamamos entonces.
Ahora tiene una oportunidad espléndida de ser reconocida democráticamente mediante esa consulta popular. Pero en este, como en otros temas fundamentales, hay miedo a que el pueblo se exprese. Hay miedo a la democracia.
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