El fracaso no tan lejano de aquellos experimentos humanos es sólo la antesala de más fracasos venideros.
Entre las frases que han caracterizado la crítica más demoledora hacia la religión, incluido el cristianismo, estaría la de que la religión es el opio del pueblo. Llegó a ser el santo y seña del marxismo y de todos los movimientos revolucionarios que surgieron de su seno en los siglos XIX y XX, constituyéndose en emblema de su rechazo total hacia el fenómeno religioso. El materialismo, ya fuera histórico, dialéctico o científico, era la verdad que los clérigos habían querido ocultar a las masas para tenerlas adormecidas con sus cuentos sobre Dios, el cielo y el infierno, a fin de vivir bien ellos en esta vida a costa de la credulidad de la gente en la otra vida.
Parecía que el argumento era irrefutable y a partir de entonces la religión fue catalogada como uno de los elementos constituyentes de un sistema opresivo y alienador que perjudicaba a una mayoría de explotados y beneficiaba a una minoría de explotadores. El engaño había durado ya demasiado tiempo y ahora alumbraba para la humanidad una nueva era en la que el materialismo científico sería la verdad que guiaría a los pueblos por las sendas de la justicia y de la paz. Todos los sueños y quimeras de la religión acerca de un reino de Dios serían barridos por el establecimiento del paraíso en la tierra, paraíso labrado por los hombres y mujeres entregados a la causa revolucionaria. Se establecerían estructuras sociales y políticas basadas en las verdades que dicho materialismo proporcionaba, con gobiernos populares presididos por la solidaridad y la justicia social entre las masas campesinas y obreras, en una hermandad donde los hombres serían dueños de sus destinos, sin necesidad de ningún ser superior que les dictara las normas para construir tal comunidad igualitaria y feliz.
¡Qué gran peso de superstición y mentiras nos habíamos sacudido de nuestros hombros! No es extraño que los mantenedores de ese inicuo sistema, que era el opio del pueblo, fueran pasados por las armas, al ser parásitos chupadores de sangre ajena.
Se derribaron gobiernos, se echaron abajo estructuras obsoletas y las iglesias se convirtieron en casas del pueblo, centros de cultura o meros museos aleccionadores de un pasado oscuro. Se establecieron nuevos gobiernos basados en las excelentes verdades recién descubiertas y se comenzó una nueva andadura en la historia de la humanidad.
Pero algo falló, porque las brillantes esperanzas pronto empezaron a dar paso a realidades insospechadas y no previstas que emborronaban aquel cuadro maravilloso de concordia y armonía. Y aunque al principio todos los males se achacaban a las calumnias infundadas de los enemigos del pueblo, interesados en desprestigiar los logros conseguidos, con el paso del tiempo se constató que la realidad era tozuda, de modo que hasta el más ciego podía ver que no se trataba de calumnias sino de hechos puros. Los dirigentes del nuevo sistema de cosas exigían fe a sus incondicionales en la esperanza social que predicaban, negando la realidad empírica, materialista podría decirse, de unos hechos que hablaban bien alto sobre la existencia de una clase privilegiada que había hecho del poder un medio para vivir bien. Y así fue como los que juzgaron implacablemente a los clérigos se convirtieron ellos mismos en sostenedores de un sistema de cosas basado en mentiras, en el que los eslóganes y grandes fórmulas eran mero opio para obnubilar las conciencias.
¡Qué decepción! El paraíso en la tierra había fracasado con estrépito, convirtiéndose en una pesadilla de la que había que escapar como fuese. El siglo XX que vio nacer tales esperanzas, certificó también su hundimiento.
Y ahora henos aquí en el siglo XXI, con la sensación de que el fracaso no tan lejano de aquellos experimentos humanos es sólo la antesala de más fracasos venideros, porque mirando aquí y allá, considerando el estado actual de nuestro mundo y su situación de precariedad e inestabilidad, surge la zozobra sobre el futuro que nos aguarda. De los que pretenden arreglar las cosas, como el aprendiz de brujo en aquella película de Disney, es factible temer que las empeoren, en unos casos por deliberada mala voluntad y en otros por incompetencia, porque ¿quién tiene la suficiente capacidad para arreglar este mundo?
Y así es como llegamos a la conclusión de que el Reino de Dios sigue siendo una necesidad vital e irrenunciable. Un Reino que no nace de aquí abajo ni es sostenido por la pericia de ciertos hombres. Un Reino que viene de lo alto y al frente del cual hay un hombre; pero no un hombre cualquiera, ni siquiera un hombre destacado. Un Hombre único investido con plenos poderes personales para instaurar ese sistema de convivencia que permanecerá para siempre. Y es que el fracaso reiterado y estruendoso de todos los sistemas humanos no hace sino corroborar la singularidad e indispensabilidad del Reino de Dios. Un Reino insustituible que cuanto más se le pretende suplantar y negar más innegable se hace su necesidad.
¿Opio del pueblo? El verdadero opio del pueblo consiste en vivir escamoteando y no queriendo ver esa realidad que viene a marchas forzadas, a medida que avanza la Historia, y que tendrá su culminación en el regreso del que dijo: ‘Mi reino no es de este mundo.i’
i Juan 18:36
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