Me lo dijo Juan Solé, uno de los ancianos de la Asamblea de Hermanos a la que yo asistía, y me causó entonces un inmenso estupor: “A pesar de que me consta que Suárez está llevando a cabo la política que le dicta el cardenal Tarancón, yo, de momento, el voto se lo conservo”.
Solé no se hacía ilusiones con Suárez, pero percibía los avances producidos bajo su gobierno y, por añadidura, distaba mucho de creer que otros lo harían mejor.
Acertaba de pleno.
El gobierno de Suárez –mitificado ahora por los mismos que contribuyeron definitivamente a su caída– fue un intento de pasar de la dictadura del general Franco hacia un sistema parlamentario sin mover demasiado las aguas donde transitaban plácidamente las castas privilegiadas de siglos.
En ese sentido, es cierto que su política la dictaba el cardenal Tarancón, gran diseñador de la Transición convenientemente olvidado para que nadie saque demasiadas conclusiones de lo que fue aquello y de cómo hemos llegado a lo de ahora.
Los partidos y los sindicatos fueron legalizados en la convicción de que pasarían a formar parte del sistema como nuevas castas privilegiadas –el socialista Gregorio Peces-Barba lo expresó entonces con una frase lapidaria: “con las autonomías, colocaremos a todos”– y se fue avanzando, con cierta timidez, en el reconocimiento de libertades que después quedarían plasmadas en el texto constitucional.
En lo que se refiere a la libertad religiosa, Suárez estuvo atado de pies y manos desde el principio. En 1976, se firmó el primer acuerdo – pre-constitucional – entre la iglesia católica y el Estado que, expresamente, señalaba que los futuros acuerdos se basarían en ese primero. En otras palabras, para cualquiera que supiera derecho resultaba obvio que la constitución quedaría condicionada por un pacto pre-constitucional.
El resultado está a la vista.
No se establecería una verdadera separación entre la Iglesia y el Estado, la iglesia católica sería mencionada expresamente como un ente superior a cualquier confesión y las otras confesiones sólo tendrían dos opciones, o bien combatir la estafa o bien sumarse a ella.
Creo que resulta obvio que a la primera alternativa nos sumamos pocos, muy pocos y por la segunda, optó la mayoría proporcionando así a la iglesia católica la coartada moral para seguir vaciando los bolsillos de los contribuyentes como lo ha hecho durante siglos y reduciéndonos a la categoría de segundones.
Pero no nos apartemos del tema. Desde la época de Aznar ha sido versión canónica afirmar que Suárez cayó debido al acoso a que lo sometió el PSOE. Se trata de una verdad a medias. El acoso existió y fue, no pocas veces, inmoral, pero la causa de la caída de Suárez estuvo en la derecha fáctica que no sociológica: la patronal, la gran banca, la iglesia católica, el ejército y la monarquía.
La patronal consideraba que su legislación social era intolerable y lo sometió a un acoso, encabezado por Ferrer Salat, no menos duro que el del PSOE. La iglesia católica lo aborrecía por pretender sacar adelante una ley de divorcio y, sobre todo, por la resistencia de Fernández Ordoñez frente a ciertos enjuagues económicos que la favorecían.
Algún día se publicará hasta qué punto el proyecto de la “mayoría natural” que dividió el partido de Suárez intentando cavar su tumba rezumaba agua bendita y, gracias a su fracaso, cómo la izquierda se mantuvo en el poder casi década y media.
El ejército nunca le perdonó que legalizara al PCE y que no supiera articular un Estado de las autonomías. Suárez, de nuevo, era víctima de los tejemanejes de la iglesia católica que, desde antes de la muerte de Franco, había pactado con el PCE -¿nadie recuerda como CCOO nació en las parroquias?– y alimentados los nacionalismos catalán y vasco -¿tampoco nadie recuerda dónde nació ETA?– para impedir que existiera un gobierno nacional fuerte que algún día cuestionara sus privilegios.
Con todo, la puntilla se la dio a Suárez, el rey. Nada más quedar conjurado el golpe del 23-F, Suarez intentó recuperar la presidencia del gobierno. Sin embargo, el rey le dejó claro que su momento había pasado. Luego vendría el CDS, la travesía por el desierto y el Alzheimer.
Visto todo con proyección de tiempo, no deja de ser significativo cómo pagó la iglesia católica al cardenal Tarancón y a Suárez. Al primero, lo destituyó con rapidez y lo arrojó al olvido; al segundo, a pesar de sus vinculaciones familiares con el Opus, contribuyó a hundirlo cuando ya no le era útil. Es una lección que merece la pena recordar.
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