A todos ellos, desde este rincón madrileño que pronto abandonaré, les envío un saludo a través de las nubes.
Señor Director de Protestante Digital.
¿Recuerda usted aquél librito de 119 páginas que publiqué en el 2011 en torno a mis amigos muertos? Incluía 40 fichas de seres queridos a quienes la muerte se llevó de esta tierra, desde Peter Harayda a José Cardona. En este artículo retomo el tema. Yo, que no mataría una mosca, como se dice, si pudiera mataría a la muerte. Porque es injusta, igual arranca del suelo a un hombre de 98 años, como José Perera, como a una niña de 4 años, nieta de José Quiñones, predicador en Caracas, Venezuela, quien acaba de llamarme llorando al comunicarme la noticia. Cuando le devolví la llamada a su teléfono móvil estaba en el cementerio, en ese lugar donde apuntan a los muertos.
El cementerio es el único parque de huesos donde están prohibidas las enmiendas.
Algún lector de su “Protestante Digital”, señor Director, podrá alegar que la muerte no es injusta, que está ordenada por Dios. Por favor, que nadie me dé lecciones de Biblia, la leo y la estudio desde hace más de medio siglo.
Sé que la muerte es la consecuencia del pecado, según Pablo.
Sé que está establecido al género humano que muera, según el autor de la epístola a los Hebreos.
Sé que empezamos a morir desde el mismo instante en que nacemos, que a la muerte no deberíamos llamarle muerte, sino acabar de morir, porque un año más de vida es también un año más de muerte. Y sé, con Salomón, que no valen armas en esta guerra, que contra la muerte tenemos la batalla perdida, nadie tiene potestad sobre el día de la muerte. Y no caben rebeldías, aún cuando el gran pensador vasco, Miguel de Unamuno, gritara desde el fondo de su sentimiento trágico de la vida, “no quiero morir ni quiero quererlo”. Aunque no se quiera:
Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos”
(Jorge Manrique).
¡Qué bonito el cuento del argentino Enrique Anderson Imbert en “El gato de Cheshire":
La muerte, sin
tener nada que hacer, se
paseaba por la ciudad cuando
oyó a sus espaldas voces
airadas. Se dio vuelta
y vio que, en la esquina,
dos compadres discutían
violentamente. La muerte,
por simple curiosidad, se
acercó a la esquina; los
compadres sacaron los cuchillos.
¡Ay muerte, muerta seas!
Desde aquel librito que mencioné al principio han muerto otros hombres que fueron amigos de usted, señor Director, y amigos o conocidos míos: Pedro Bonet, pastor bautista, con cargos importantes en su denominación, un líder en aquella generación evangélica que se está apagando y de la que soy, creo, el último superviviente.
José Grau. De él si que fui amigo. Fuimos amigos entrañables dentro de un respeto mutuo. Lo conocí en 1953 o 54, la primera vez que fui a Barcelona y prediqué en la Iglesia de Pasaje Nogués, hoy Verdi. Añadir, como usted sabe, que Grau fue el teólogo evangélico más importante en el mundo de habla hispana. Y escritor fecundo.
Antonio Martínez. ¡Ay, Antonio, Antonio! Le cuento, Director. Me estoy cambiando de casa, recogiendo libros, muchos libros y trastos. He hallado dos grandes maletas llenas de títulos recibidos, desde Universidades, Congresos, entidades políticas e Iglesias y organizaciones particulares. Jamás he tenido un solo título colgado en pared alguna de las casas que he habitado. Todos amontonados en maletas. Le cuento esto porque un día dije a Antonio: “tú padeces titulitis”. El hombre tenía las paredes de su despacho adornadas de títulos. Pero ¡qué gran hombre fue Antonio Martínez! ¡Y qué importante en aquella generación evangélica! Fue un líder indiscutible. Pastor entregado, presidente de su denominación, escritor, no muy fructífero, pero de calidad, amigo sin regateos.
Junto a Antonio Martínez hay que recordar a Bernardo Sánchez. Eran íntimos. Creo que entre ellos se entendían hasta sin necesidad de hablar. Me parece, Director, que Antonio y Bernardo estaban enamorados de la amistad. Si uno era feliz, el otro se alegraba. Si uno penaba, el otro lloraba. Conocí a Bernardo Sánchez el año 1957. Yo vivía entonces en Marruecos, pero desde cinco años antes ya estaba incorporado al liderazgo evangélico en España. Bernardo hacía el servicio militar en Madrid. Yo predicaba un domingo a un grupo de creyentes reunidos en una casa. Aquél encuentro, como dijera Humphrey Bogart en la película “Casablanca”, fue el principio de una gran amistad. Bernardo fue un pilar importante en aquella generación de hombres sin miedo, valientes ante las circunstancias adversas, entregados al ministerio que recibieron –recibimos- del Cristo resucitado.
Ramón Taibo. ¿Lo recuerda usted, señor director? Yo sí, porque frecuenté mucho su compañía en la comisión de Defensa Evangélica. Alto, buena planta, voz recia, potente. Cuando presidía las reuniones se enojaba fácilmente con nosotros. Pero cuando se le pasaba era un niño al que daban ganas de acariciar. Taibo fue Obispo de la Iglesia Española Reformada Episcopal, digno sucesor de Juan Bautista Cabrera, de Adolfo Araujo y de otros líderes de esa denominación. Una hermana carnal, Emilia Taibo, trabajaba como secretaria de la Comisión. En uno de los momentos en que yo asumí la presidencia de la misma logré que le subieran el escaso salario que percibía.
Vuelva conmigo a Cataluña, señor Director. De esta tierra, la muerte, que es torpe y analfabeta, fue la única que pudo arrancar las vidas de hombres amarrados a Dios y vestidos de Cristo. En los medios que usted y yo nos desenvolvemos tenemos olvidado a Salvador Salvadó, el impresor arriesgado que se exponía a multas y cárceles por servir al pueblo evangélico con literatura de la que estábamos hambrientos. Bernardo Vinyés, pastor, profesor y traductor. Juan Vallés, profesor y pastor de las iglesias en Rubí y Pueblo Nuevo, Barcelona. Juan González Massó, escritor y editor, a quien conocí en Perú el año 1966. Ángel Cortés, muy comprometido con la causa evangélica en Cataluña. Fue secretario general de la Conferencia de Iglesias evangélicas, antes del Consejo Evangélico de Cataluña. Enrique Capó. Nos veíamos en las reuniones de la Comisión de Defensa. Aunque doctrinalmente no coincidíamos, era mi hermano en Cristo y sentía una íntima admiración por él. Siendo pastor fue pionero de los cultos en catalán. No olvido a Juan González. Pastor, amigo desde los tiempos en los que nos reuníamos en la Iglesia del Paralelo, en Barcelona. Yo solamente durante seis meses en dos etapas, apoyado por Ernesto Trenchard. González fue escritor, pastor y lingüista.
Benjamín Planes, otro destacado líder que afortunadamente aún vive, dedica un homenaje a éstos hombres en un número especial de la revista que dirige con sabiduría, “Presencia Evangélica”. Los incluyo en este artículo porque a algunos de ellos, como Salvador Salvadó, Juan González Massó, Ángel Cortés, Pedro Bonet, Enrique Capó y José Grau, fueron amigos míos. Los restantes, conocidos de oídas.
No puedo ni quiero olvidar a dos hércules del protestantismo español: José María Martínez y Manuel López Rodríguez.
Me ocupo ahora de un hombre muy querido por usted, Director, y por mí, Manuel López Rodríguez, el fotoperiodista que durante un tiempo usted tuvo en la redacción de “Protestante Digital”. Entré en contacto con Manolo en 1962. Él tenía 26 años. Yo publicaba en Tánger el periódico “La Verdad”, que él recibía y le encantaba. Cuando se instaló en Madrid me fue de gran ayuda en las publicaciones que yo dirigía, “Restauración” y “Alternativa 2000”. Cuando Juan Triviño publicó en Barcelona mi libro “Un Protestante en la España de Franco”, Manolo llenó las 20 primeras páginas con un prólogo de antología. El hombre al que tanto quise y sigo queriendo no obstante su ausencia del mundo de los vivos, murió de cáncer a los 68 años.
22 años más que él tenía José María Martínez cuando abandonó el suelo camino del cielo. Lo conocí en 1953, estando yo en Barcelona estudiando con Ernesto Trenchard y él ejerciendo como pastor en la Iglesia que entonces se reunía en la calle Pasaje Nogués. Fuimos amigos sin necesidad de manifestaciones externas.
El protestantismo español y el que vive a lo largo y ancho de América Latina debe mucho a la excelente literatura de José María. Sus libros pasarán de una generación a otra y siempre serán libros nuevos.
Además de magnífico escritor, José María Martínez desarrolló un pastorado fructífero, fue hombre de visión amplia al juzgar la situación del protestantismo español en la época que le tocó vivir, supo poner la amistad en el primer plano de su vida. Fue un héroe de la fe. Más que eso: fue un hombre valiente, un campeón en la lucha nacionalcatolicismo-protestantismo, un general de cinco estrellas en las batallas que libró para que resplandeciera la luz de la verdad en Cristo.
A todos ellos, desde este rincón madrileño que pronto abandonaré, les envío un saludo a través de las nubes.
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