El mismo Dios asumió nuestro grito de soledad, el alarido de aislamiento de una humanidad separada del Creador.
Cuando nos hablan de la pasión del Señor, pensamos en su corona de espinas, en el golpe de lanza que recibió en el costado, en el dolor de sus manos horadadas por grandes clavos que le sujetaban a la cruz. Sin embargo, en ninguno de estos momentos de su pasión, de su agonía, Jesús se comunicó con el mundo a través de gritos ni de grandes quejas. Sin embargo, el grito que retumbó sobre la tierra mostrando su máximo dolor, no fue por el dolor de su cuerpo, ni por los latigazos que recibió, ni cuando clavaban sus pies al madero. El gran grito que cubrió la tierra como con un denso velo de horror fue a causa del abandono, al sentirse abandonado: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?”. Tanto la tierra como los cielos se conmovieron como si fuera azotado por un terremoto.
El grito del Hijo de Dios. Si uno lo piensa quizás acabaría diciendo: ¡Terrible! El mismo Dios hombre gritando a gran voz. Tierra oscurecida, bañada en tinieblas desde la hora sexta hasta la novena. Momento en el que Jesús, sintiéndose abandonado incluso por el Padre, gritó a gran voz conmoviendo cielos y tierra. La tristeza del abandono, de la sensación de sentirse solo. Una especie de desconexión con el Padre a favor nuestro, el sentirse el no Dios en medio de las tinieblas que acentúan la soledad y el aislamiento total.
Debió causar una sensación muy especial entre los que le pudieron oír. Quizás no lo podían olvidar y en sus mentes se repetían los sonidos: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?”. Sonido que retumbaba en sus mentes y en sus corazones de manera que todas las diferentes traducciones de la Biblia han conservado este grito en su idioma original. No, no podrían olvidar esos sonidos. Solamente podían traducirlo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. La tristeza y el dolor profundo del abandono en el que se vio envuelto el Maestro por amor a nosotros.
Éramos nosotros los que merecíamos ese abandono, ese dolor interno que hace que la hiel se desparrame en nuestros cuerpos y nos ponga el estómago ácido o amargo. El castigo de soledad eterna que merecíamos nosotros, lo pagó Él, Jesús, sobre la cruz, abandonado del Padre. La soledad, como corrientes de aguas amargas que se infiltran en el cuerpo de un humano, corría por el interior de un Dios-hombre, el Dios que se sintió abandonado y tuvo que dar un gran grito que no pudieron olvidar nunca en su sonido original.
Ese grito llevaba toda la carga de un Dios que se echa sobre sí el peso de nuestro abandono, de nuestra soledad, de nuestra separación o desconexión de Dios. ¡Impresionante! Gracias, Señor, por entregarte en total dolor a la degustación amarga de ese abandono. Era la única posibilidad de liberarnos a nosotros de la soledad eterna, de nuestro aislamiento y separación de Dios. ¡Ya no estamos nunca abandonados!
¿Qué podríamos decir nosotros hoy? ¿Podemos o debemos aceptar su grito? ¡Quién pudiera escucharlo aunque se atronaran nuestros oídos, aunque nos quedáramos para siempre sordos! Ese sonido quedaría en nuestro cerebro en su idioma original, mientras que la traducción nos llenaría de espanto. ¿De espanto o de gozo? El mismo Dios asumió nuestro grito de soledad, el alarido de aislamiento de una humanidad separada del Creador. Grito que nos liberaba, que nos conectaba de nuevo al Padre.
Hoy podríamos decir: ¡Gracias, Señor, por tu grito! ¡Grita de nuevo! ¡Reprodúcelo en nuestros oídos para que salga de mi ser toda sensación de abandono! Tú cargaste con el mío, con el nuestro, quitando los muros de separación entre Dios y el hombre.
Hoy no nos asusta tu grito, sino que elimina nuestro abandono y nos une a Dios. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Es el dolor y el abandono que nos redime, que nos hace sentirnos acompañados por aquel que llevó sobre su ser el dolor interno que produce el abandono. ¡Gracias, Dios nuestro! Hoy nosotros, apoyados por tu grito, no tenemos que sentir esa sensación pavorosa del que se siente solo, totalmente solo, en total abandono.
Tu grito, Señor, nos hunde en el más profundo misterio pero, por fe, lo aceptamos y lo asumimos como grito liberador. Tú gritaste, voceaste de angustia, una angustia que para nosotros es un bálsamo de libertad, una angustia posibilitante de nuestra relación con Dios. Tristeza agria la del abandono, sabor agrio que para nosotros se convierte en dulzura.
¿Tendremos que gritar nosotros ante tantos abandonados que hay en el mundo hoy? Abandonados, muchos abandonados, incapaces de lanzar un grito pavoroso que conmueva la tierra. Quizás ellos esperan que ese grito salga de la garganta de los cristianos, todos juntos, de todos los seguidores del Maestro. ¿Tendremos que gritar también nosotros, Señor, ante el abandono en el que viven tantos prójimos nuestros? Si gritamos, aumenta tú el sonido de nuestro grito para que se oiga en toda la tierra como un alarido en busca de la justicia, del amor, de la igualdad entre los hombres, de la hermandad, del abrazo entre todos los humanos. Queremos gritar contigo asumiendo nosotros también parte de la pasión y el abandono de tantos hombres, mujeres y niños en un mundo injusto. Quizás así horadaremos el misterio uniéndonos a tu pasión, a tu grito de hombre Dios abandonado por el padre… a nuestro favor. ¡Gracias por tu pasión, Señor, gracias por tu grito que nos libera!
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