Un policía recoge a una persona muerta en el reciente accidente ferroviario de Santiago; en ese momento suena un móvil, y suena y sigue sonando; no se atreve a contestar; es el móvil de la persona fallecida. Un familiar al otro lado escucha ansiosamente la señal de llamada una y otra vez esperando una respuesta, pero al final queda el silencio.
Tardaremos en tener datos oficiales sobre las causas del accidente, pero todo indica que un exceso de velocidad pudo ser la clave. Recibimos otros datos que nos añaden inquietud: el tren circulaba con cinco minutos de retraso, el tramo del accidente no contaba con el sistema de control automático de la velocidad, la curva era muy cerrada porque al parecer un trazado más recto habría supuesto pagar indemnizaciones de expropiación de terrenos muy elevadas…
Si al final se evidencia que hubo un fallo humano, nos sentiremos todos muy mal, pero esos errores son siempre posibles e imprevisibles; aunque debería estudiarse si los protocolos de control en este tipo de situaciones era el adecuado y se pusieron en marcha.
Lo que es previsible es la jerarquización de prioridades, y eso es lo que debemos evaluar y reconsiderar, los elementos de decisión política que podrían haber incidido en el accidente: ¿cuánto vale una sola de las vidas perdidas? ¿algún precio de expropiación de terrenos lo iguala? ¿Cuánto cuesta extender la implantación del ERTMS (sistema europeo de control del tráfico ferroviario)? Muchos podrán decir que con una línea de AVE completamente moderna este accidente se habría evitado. Pero no queremos ahondar en la crítica fácil de lo que se podía haber hecho en gasto en infraestructuras y no se hizo, de lo que se podría haber evitado si los criterios de inversión fuesen otros. Es cierto; las decisiones presupuestarias inevitablemente serán siempre opinables y criticables y hay que tomarlas con criterios equilibrados, pero no dejan de ser decisiones políticas que requieren un adecuado modelo de jerarquización de prioridades.
En este sentido,
este accidente nos descubre una realidad que con frecuencia la administración olvida: las decisiones políticas y presupuestarias tienen siempre un precio; muchos lo miden en términos puramente políticos de respaldo electoral, otros en términos aparentemente más objetivos de puro coste económico o complejidad técnica,
pero la tragedia de Santiago nos despierta a la realidad de que esas decisiones tienen detrás un coste humano que muchas veces pasa desapercibido y que debería pesar mucho más.
Decía con razón el presidente Feijóo que
estos dramas ponen a prueba y evidencian las cualidades humanas de un pueblo; las vemos en la solidaridad de los vecinos que cortaron las vallas para lanzarse antes que nadie a socorrer a los heridos, en los médicos y sanitarios que se incorporaron a sus puestos fuera de su horario de trabajo, en los cientos de personas que colapsaron los centros de transfusión, pero especialmente en esa colectiva tristeza, en esa comunitaria
com-pasión, sufriendo con las familias afectadas, en ese amor colectivo que no cura pero mitiga.
Estos dramas recolocan también nuestro código de prioridades personales y evidencian nuestras más profundas convicciones. En la Biblia los cristianos descubrimos que al final no queda el silencio, sino nuestra vida continúa después: Jesús murió para que nosotros no muramos para siempre.
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