Entendemos la vida llena de complicidad y entrega, guiño tras guiño, suspiro tras suspiro que, como pasos ardientes, nos caminan y nos marcan.
Me miro al espejo y a través de mis pupilas veo que me observan todas las mujeres del mundo. Mujeres ancestrales que me precedieron y las que en estos momentos comparten el mismo el oxígeno contaminado que habita la atmósfera.
Desde muy niñas nos vimos obligadas a aprender a convivir con la sangre que mancha nuestro cuerpo. Es el primer síntoma que adivina la fuerza con la que nos enfrentamos a la vida.
Cada una de mis congéneres es capaz de soportar el peso invisible del mundo. Por eso en algunas de nosotras es evidente la tendencia a encorvarse. Por eso en nosotras se acentúan de manera particular los surcos que nacen en el lagrimal. Por eso los pies se nos vuelven anchos para ayudarnos a llevar la carga y no titubear. Por eso nuestros cabellos se vuelven canos a edad temprana. Por eso y otras razones nos vemos adornadas con las cicatrices que nos tatúa el dolor.
Algunas hemos aprendido a expresarnos con rigidez con tal de evitar perder el tiempo dando explicaciones fatuas. Otras, cantautoras, hemos modulado las cuerdas vocales para entonar lo que haga falta contra viento y hormonas. Sonreímos aunque en nuestro interior habite la pena, porque a veces la risa es el mejor de los remos para seguir bogando hacia adelante.
Fundamos hijos y parejas y, siendo soles, sutilmente nos cobijamos bajo sus sombras. Mal nos educaron en ocultar nuestra luz. Con cincel de fuego nos inculcaron la obediencia nada más nacer y ahí está la huella.
Es fácil alzarse en la calma que aporta el ojo del huracán, más nosotras, las mujeres del mundo, las que nos habitamos las unas a las otras para formar un solo espíritu, nos erguimos cargadas de energía en mitad de la tempestad para sostenernos y gritar victoria.
Hermanas de la tierra, compañeras de adversidades, fuerza bruta a merced de los aconteceres, portadoras de calor y de abrazos, sostenedoras de otras existencias que nos son otorgadas, no nos permitimos la derrota. Entendemos la vida llena de complicidad y entrega, guiño tras guiño, suspiro tras suspiro que, como pasos ardientes, nos caminan y nos marcan.
Transitamos a ritmo de galope. Por más que lo necesitemos, por instinto sabemos que no nos está permitido el reposo, ni se nos ofrece apoyo. No soportamos que nos cojan de la mano para guiarnos fuera de lo que estimamos nuestro entorno.
Estamos aquí. Nos premiamos. Todos los días, todas las mañanas, las mujeres del mundo nos saludamos y al mirar nuestra plural y primigenia hechura esbozamos una sonrisa cómplice cuando despertamos y enfocamos nuestras pupilas buscándonos al mirarnos en el espejo, pues sentimos la llamada antigua de salvar el mundo.
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