Los Libros proféticos: Malaquías (II): la solución para el problema de Israel (c. 3: 1-12)
La primera parte de los oráculos del profeta Malaquías pinta una realidad que no podía resultar, en absoluto, grata para muchos de sus contemporáneos. Con seguridad, no pocos se sentían felices, incluso muy satisfechos, viendo cómo el templo de Jerusalén había sido reconstruido y con él, se habían reanudado los sacrificios. ¿No era para sentirse así?
Sin duda, así lo pensaban muchos, pero la realidad -vista desde la perspectiva de Dios- era considerablemente distinta. Lo que para muchos era una bendición de Dios y una muestra de superioridad espiritual no pasaba de ser un ejercicio deplorable de autocomplacencia que apenas tapaba un profundo distanciamiento del Señor.
Ahora bien, si el diagnóstico de Malaquías era el correcto, ¿cuál era la salida? ¿Qué solución había para una crisis aguda que, por añadidura, era vista por muchos como un período de inmensa espiritualidad?
Malaquías realiza un anuncio que resulta, como mínimo, sorprendente. Primero, proclama que vendría un mensajero que prepararía el camino delante de YHVH (3: 1) y luego aparecería el mismo Señor para salvar a Su pueblo (3: 1b).
Esa manifestación de Dios estaría vinculada a una labor de extraordinaria purificación espiritual (3: 2). Sólo cuando apareciera, se operaría una limpieza espiritual digna de tal nombre, tan a fondo que convertiría en pura la ofrenda que pudiera realizar Judá (3: 3-4).
Naturalmente, cabía preguntarse qué hacía mal Judá para que fuera necesaria tanta limpieza. ¿Acaso no seguía el código levítico de los sacrificios? ¿Acaso no celebraba las fiestas de acuerdo con lo establecido por la Torah? ¿Acaso no respetaba normas como la circuncisión o el código dietético contenido en las enseñanzas de Moisés?
Así era, luego ¿a qué venían los anuncios de Malaquías? Pues estaban relacionados con conductas inaceptables en el seno del pueblo de Dios.
En primer lugar, estaban los hechiceros. La Torah era terminante contra la práctica de la magia, pero en el exilio de Babilonia – si es que no antes – los judíos se habían contaminado de ese tipo de prácticas. Nunca llegaron, a decir verdad, a desprenderse del todo de ellas. Quien lea las páginas del Talmud apreciará una impregnación del pensamiento mágico babilónico que es señalado incluso con no poca jactancia. Incluso la Cábala –de la que tanto se habla sin saber– tiene una variedad, la denominada práctica, que no es sino hechicería aunque se prefiera utilizar otras denominaciones para ella.
Por supuesto, se puede afirmar que hay una magia blanca y otra negra, que una cosa es la hechicería y otra, la magia, pero se trata sólo de disquisiciones bizantinas. Dios rechaza ese tipo de prácticas que, en la época de Malaquías, debían ser tan extendidas como para colocarla en el primer lugar de las acusaciones.
En segundo lugar, aparecían los adúlteros. Aquel pueblo podía dirigirse al templo con enorme satisfacción y orgullo, pero, en su interior, abundaban los que eran incapaces de guardar la fidelidad conyugal establecida por Dios.
En tercer lugar, aparecían los que no sólo mentían sino que además tenían la desvergüenza de ocultar el embuste con el juramento, es decir, con poner a Dios por testigo de que lo falso era verdad.
A continuación, estaban los que vivían del fraude. Como suele ser habitual, ese fraude convertía en víctimas privilegiadas a los que menos podían defenderse: el jornalero, la viuda, el huérfano y el no-judío que vivía en el seno de una sociedad judía (3: 5).
Sin duda, todos los que actuaban así podían dar con alguna supuesta justificación para sus acciones, pero la realidad es que lo único que quedaba escandalosamente de manifiesto es que carecían de temor de Dios. Sus actos indicaban que podían ser religiosos, incluso muy religiosos, pero que, a la vez, la relación profunda con Dios, la que El desea, brillaba por su ausencia. No es un fenómeno que sucediera entonces por primera vez ni que se produjera por última. Precisamente por ello, Dios –que no cambia (3: 7)– los llamaba a la conversión, a que se volvieran hacia El porque, de manera indiscutible, a pesar de su religiosidad, le habían vuelto la espalda.
Como era de esperar, los culpables de aquellas conductas denunciadas por Malaquías respondían que ¿en qué tenían que volverse a Dios? (3: 7).
La respuesta de Dios, comunicada por Malaquías, constituye uno de los textos especialmente citados en distintas predicaciones con una finalidad nada oculta, la de que los fieles crean en la obligatoriedad de los diezmos bajo el Nuevo Pacto y entreguen el diez por ciento de sus ingresos. Sé que corro el riesgo de escandalizar a algunos, pero esa interpretación del texto es insostenible exegéticamente aunque –no me cabe duda– puede ser muy lucrativa.
Abordemos la cuestión.
De entrada, la ley de Moisés no identifica en ningún lugar el diezmo con la entrega del diez por ciento de los ingresos a pastores. Esa es una interpretación común en la actualidad, pero su base no se encuentra en la Biblia. A decir verdad, lo que contienen las Escrituras es una división del diezmo en ciclos de tres años (14: 28).
Su finalidad, de hecho, era triple como puede verse en Deuteronomio 14: 22-29. El primer año, la décima parte de lo producido sería guardada, pero NO para entregar al clero o al templo sino para ser disfrutada por la persona y por su familia delante de Dios. Ese diezmo sería comido ante Dios por el que había ganado esos bienes. De esa manera, al disfrutarlo con los suyos, el hijo de Israel se percataría de que todo se lo debía a Dios y aprendería a temerlo a diario (Deuteronomio 14: 23).
El diezmo era la décima parte literal de los bienes producidos tanto agrarios como ganaderos, pero podría darse la circunstancia de que llevarlos hasta el santuario resultara trabajoso, incluso penoso. En ese caso, la Torah disponía que la persona convirtiera en dinero el diezmo y… no, nada de dárselo al clero. Debía gastar ese diezmo, ahora en dinero, en el disfrute propio y de su familia (Deuteronomio 14: 24-26).
Sin embargo, no se trataba sólo de disfrutar personalmente del diezmo de lo producido. Había que recordar además al levita, es decir, a los miembros de la tribu de Leví -que, por ser sacerdotes, no tenían una porción de la tierra repartida a Israel- y a los necesitados.
Cada tres años, el diezmo (Deuteronomio 14: 28) no sería disfrutado, pues, por el que lo producía y los suyos sino por el levita que no tenía herencia de la tierra (14: 29) y por la viuda, el huérfano y el no-judío, es decir, los necesitados por antonomasia.
Parece obvio, pues, que la ley de Moisés encaminaba el diezmo al gasto personal, pero orientado a dar gracias a Dios y que, cada tres años, realizaba una excepción y esa cantidad se entregaba a los levitas y a los menesterosos. De hecho, los levitas debían ofrecer a Dios el diezmo de esos diezmos recibidos (Números 18: 26).
Visto tal y como lo ordenaba la ley de Moisés, el diezmo –que tenía muy poco que ver con lo que se enseña al respecto en no pocos lugare - tenía una finalidad educativa innegable. Primero, enseñaba al que comía el diezmo del fruto de su trabajo que debía temer a Dios que le había dado todo y que deseaba que disfrutara de esas bendiciones; segundo, enseñaba que había que utilizar periódicamente –en el año tercero- una parte de lo conseguido en asistir a los desvalidos y, finalmente, enseñaba que debían contribuir a mantener a los encargados del sistema sacrificial del templo.
Desde luego, resulta llamativo que esta enseñanza tan clara haya sido sustituida por la de que hay que entregar el diezmo de lo ganado a la iglesia local para que mantenga sus gastos.
En la época de Malaquías da la sensación de que el diezmo dedicado a las familias era cumplido con cierta fidelidad, pero no podía decirse lo mismo de los otros dos. Ni los necesitados ni los levitas – otro grupo de necesitados – eran atendidos y eso era robar a Dios.
Entendámonos. A Dios no se le roba porque el clero no se llevara la décima parte de los ingresos de los hijos de Israel sino porque se sustraía lo que correspondía a gente necesitada como los huérfanos, las viudas, los no-judíos y los levitas (3: 8), dicho sea de paso, esa circunstancia es la misma que la señalada en 3: 5.
¿Se encuentran los cristianos sometidos al mandato del diezmo? Si así fuera, naturalmente, debería ser en los términos que enseña la Torah, es decir, en ciclos trianuales en que se guardaba lo producido para disfrutarlo con la familia y, en el año tercero, se atendía a los necesitados incluidos los que servían en el templo.
Con todo, la enseñanza del Nuevo Testamento no incluye en ningún lugar el mandato del diezmo para los seguidores de Jesús. Éste lo mencionó sólo una vez (Mateo 23: 23; Lucas 11: 42); lo relacionó con bienes y no con dinero –como ordenaba la Torah- y, de manera bien reveladora, lo situó como una práctica pasada que “era” –no es– necesario guardar aunque sin olvidar que no era lo más importante de la Torah. No podía ser de otra manera porque, como Jesús señaló con claridad, la ley y los profetas fueron hasta la predicación de Juan el Bautista (Lucas 16: 16) y el diezmo –además interpretado de manera diferente a la enseñanza de la ley– no iba a ser una excepción.
En cuanto a sus discípulos tampoco lo siguieron ni lo enseñaron. La razón era esencial. En primer lugar, porque no estaban bajo la ley de Moisés (Romanos 3: 19-20). En segundo lugar, porque las disposiciones del Antiguo pacto estaban llamadas a desaparecer y eso incluía las referencias a los levitas (Hebreos 8: 13). Finalmente, ese final de la ley es el mismo mesías. De hecho, Dios declara justo al que cree en él (Romanos 10: 4). En el Nuevo pacto inaugurado por el mesías Jesús, se espera que cada uno dé como propuso en su corazón, no con tristeza, ni por obligación porque Dios ama al dador alegre (2ª Corintios 9: 7). Ese dar busca compartir los bienes con los desvalidos según su necesidad (Hechos 2: 44, 45 y Hechos 4: 32 - 37).
Incluso cuando se habla de ofrendas en situaciones especiales se espera que se realicen no de acuerdo a una cuota como la décima parte sino poniendo algo aparte según cada uno haya prosperado (Romanos 16: 1, 2). De hecho, la máxima manifestación de esa visión no es la entrega de una cuota fija sino una comunidad de bienes que es totalmente voluntaria, alegre y espontánea y que sólo puede darse en una comunidad totalmente embargada por el Espíritu Santo (Hechos 4: 32-3).
Esa visión del Nuevo pacto –que, lamentablemente, no suele enseñarse– encaja de lleno con el espíritu de Malaquías, el que afirma que cuando una sociedad no atiende a los necesitados sólo le cabe esperar maldición (3: 9) porque roba a Dios en la persona de los más débiles. Cuando el efecto es que hay “alimento para todos” – no que alguien se lleva el diez por ciento de los ingresos de todos incluidos los miserables - Dios derrama la bendición (3: 10). Cuando se comprende el fondo del asunto… bueno, entonces cabe esperar prosperidad, una prosperidad mucho mayor que la que prometen algunos predicadores especialmente duchos en el arte de despojar a incautos y excitar la codicia de los ignorantes. No sorprende, con este marco de fondo, que Malaquías anunciara que el mismo Dios, precedido por un mensajero, tendría que venir a limpiar las impurezas de Israel porque, ciertamente, existían y eran graves (3: 1 ss).
No era, sin embargo, ésta la única cuestión a la que debía referirse Malaquías, pero de ello hablaremos la semana que viene.
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