La victoria y la derrota son circunstancias accidentales en nuestra vida, no definen quiénes somos realmente.
El baloncestista Richard Hamilton fue el máximo anotador de los Detroit Pistons en el partido que disputaron contra los Memphis Grizzlies y que perdieron por 101-79. Hamilton anotó 14 puntos. Lo curioso es que no marcó ni una sola canasta, falló los diez tiros que intentó; los catorce puntos fueron de tiros libres. La verdad es que no tenía demasiados motivos para estar orgulloso de ser el mejor.
Ganar o perder son simples accidentes, no tienen que ver con lo más importante en nuestra vida. ¡Vaya manera de comenzar una historia! Lo hago así para ver si una frase tan radical puede hacer tambalear nuestros principios. No me importa repetirla, porque creo que lo necesitamos: ganar o perder son solo circunstancias accidentales en nuestra vida, no definen quiénes somos realmente. Tú eres exactamente igual ahora mismo que después de haber ganado una medalla olímpica o un campeonato del mundo. Tienes un valor excepcional para Dios, aunque aparentemente nadie sepa quién eres o dónde estás. Lo que realmente eres no se altera por los triunfos que tienes o las derrotas que te han sucedido.
No vamos a renunciar a la victoria; luchamos por conseguirla, pero si siempre estamos pensando en ganar, jamás viviremos. Si el valor de nuestra vida depende de nuestras medallas, tendremos muy poco valor. Nadie puede ganar siempre. ¡Nadie puede ser el mejor toda su vida! Y aunque lo fuera, ¡un día estará muerto!… y perdóname la franqueza.
Muchos viven queriendo ser reconocidos como vencedores siempre, así que se dedican a actuar. Les preocupa lo que piensen los demás, quieren ganar siempre y hacen lo que otros quieren. Buscan tener reconocimiento en la vida de los demás, no en la suya propia. Intentan vivir a la moda de los medios de comunicación; actúan como otros les dicen para tener poder en el trabajo, en el deporte, ¡e incluso en la iglesia! Pero jamás son ellos mismos. Jamás admiten ninguna debilidad o lloran. Nunca admiten el sufrimiento o el dolor. Son perfectos… mientras se están derrumbando por dentro por culpa de su necesidad de ser los mejores.
«Pero yo no busco mi gloria; hay Uno que la busca, y juzga» (Juan 8:50). La motivación por la que Dios quiere que vivamos es radicalmente diferente. Somos felices cuando morimos al deseo de ser los más grandes. Disfrutamos cuando nos damos cuenta de que lo que realmente importa es lo que piensa Dios, nuestro Creador, ¡no lo que piensan los demás! Él no espera que seamos perfectos, ¡sabe que es imposible! Lo que quiere es que busquemos la excelencia en lo que hacemos y que no nos preocupemos más. Nos ama demasiado como para que un éxito o una derrota influyan en ese amor. Nos ama por encima de todas las circunstancias y de todos los límites.
Por eso nuestra vida tiene sentido. El amor de Dios certifica que somos lo que somos mucho más allá de la victoria o la derrota. Las circunstancias no pueden cambiarnos. Si queremos brillar por nosotros mismos, podemos hacerle bien a las personas por unos días. Cuando dejamos que Dios brille a través de nosotros, les hacemos bien para toda la vida.
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