No somos ministros de la letra, es decir, de fórmulas vacías; somos ministros del Espíritu, a saber, de vida, de poder, ministros de la revolución de Dios.
Las dos primeras partes del Credo están dedicadas a la primera y segunda persona de la Trinidad. En esta última parte se habla de la tercera persona, el Espíritu Santo. y se continúa con la Iglesia y con las cosas eternas.
Los autores del texto quisieron y supieron expresar admirablemente toda la riqueza de la fe cristiana: la comunión de los santos, el perdón de los pecados y los temas escatológicos tales como la resurrección de los muertos y la vida eterna, que no son inseparables de la Iglesia, antes al contrario, expresan la realidad de su vivir diario y de su anhelo eterno.
La fe que en esta tercera parte de su contenido nos pide el Credo de los Apóstoles es, por tanto, una fe lógica. Quiere que tengamos fe en la tercera divina persona de la Trinidad. Dicen: "Creo en el Espíritu Santo...".
El Espíritu Santo aparece íntimamente unido a Dios en la obra de la creación. El segundo versículo de la Biblia dice que "el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas", contemplando el escenario de su futura labor (Génesis 1:2).
También estuvo presente en la creación del hombre, comunicando a Adán aquel soplo divino que le convirtió de barro en hombre racional. El patriarca Job escribe a este respecto: "El Espíritu de Dios me hizo, y la inspiración del Omnipotente me dio vida" (Job 33:4).
Aunque el Espíritu Santo es Dios y estaba con Dios desde la eternidad, su obra en la antigua alianza era parcial. El Espíritu Santo no moraba permanentemente con los elegidos del pueblo hebreo, como ahora mora en la Iglesia, sino que era enviado para ministerios especiales, como en los casos de los jueces, de los reyes y de los profetas.
El Espíritu Santo estuvo presente en el nacimiento de Cristo. El ángel dijo a María: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te hará sombra. Por lo cual, también lo santo que nacerá será llamado Hijo de Dios" ( Lucas 1 :3 5) .
En su discurso del aposento alto el Señor habla del Espíritu Santo a sus discípulos como una promesa futura: "Yo rogaré al Padre -dice- y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre. Al Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce" (Juan 14:16-17). Esta promesa se hace realidad el primer Pentecostés después de la resurrección de Cristo. Fue la Navidad del Espíritu Santo. Vino precedido de "estruendo del cielo", de "viento recio" y de "lenguas de fuego". Aquel día los que estaban reunidos en el aposento alto fueron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en idiomas inteligibles (Hechos 2:1-13).
Desde Pentecostés, el Espíritu Santo viene a ser el centro de la nueva alianza. Comparando el pacto antiguo y el nuevo, Pablo dice: "Dios... nos hizo ministros suficientes de un nuevo pacto; no de la letra, mas del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica" (2ª Corintios 3:6).
En el capítulo 37 de Ezequiel tenemos una de las más grandes visiones que tuvo el profeta. Vio en visión un enorme campo cubierto de huesos secos. Dios mandó a Ezequiel que profetizara sobre aquellos huesos. Y dice Ezequiel: "Profeticé, y he aquí un temblor; y los huesos se juntaron cada hueso con su hueso. Y miré, y he aquí tendones sobre ellos, y la carne subió, y la piel cubrió por encima de ellos; pero no había en ellos espíritu" (Ezequiel 37:8).
Esta es la situación trágica del Cristianismo de nuestros días. Hay mucho ruido, nervios, carne, piel, mucha apariencia de vida, pero no hay espíritu. Es una actividad puramente humana. Las organizaciones cristianas están hoy activas, más activas que nunca, pero es una actividad carnal. Las iglesias cristianas se están convirtiendo en centros sociales, en clubes carnales, sin una auténtica vida espiritual.
Sólo el Espíritu Santo puede remediar esta situación del Cristianismo. "Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican", dice la Biblia (Salmo 127:1). Hoy, como entonces, hay que pedir: "Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán" (Ezequiel 37:9).
La gente no se convierte hoy porque desde los púlpitos llega a los bancos letra muerta; sólo letra y además muerta. Textos y más textos de la Biblia, sin conexión y sin vida. Sermones y estudios sacados de unos libros tan fríos como el corazón de quien los usa. Hay ruido, pero no hay vida. Hay hojas verdes, pero no hay fruto. Hay letra atractiva, pero no hay resurrección espiritual. Y así no vamos a lugar alguno. De esta manera no convertimos a nadie. El poder de la predicación lo da el Espíritu. Dice el libro de los Hechos: "Entonces Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les habló diciendo: Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y oíd mis palabras..." (Hechos 2:14) Antes de que Pedro se pusiera en pie, antes de que alzara la voz, antes de que hablara, antes de pedir al pueblo que oyera, Pedro había sido investido con el poder del Espíritu.
El valor en el ministerio cristiano lo da el Espíritu. "Entonces Pedro -dice en otro lugar la Biblia-, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo, y ancianos de Israel..." (Hechos 4:8). Pedro estaba lleno del Espíritu. Y sólo en estas condiciones espirituales pudo enfrentarse con los gobernantes del pueblo y con los líderes del judaísmo.
No somos ministros de la letra, es decir, de fórmulas vacías; somos ministros del Espíritu, a saber, de vida, de poder, ministros de la revolución de Dios. ¿Hasta cuándo dormiremos?
El Espíritu Santo no es un viento, no es un poder natural, no es una mera influencia inspiradora -como quieren los modernos apóstoles de un Cristianismo materialista. El Espíritu Santo es una Persona, la Tercera Persona de la Trinidad. Vive aquí, presente entre nosotros, para iluminarnos en el conocimiento de la Biblia, único lugar donde Dios se revela al hombre.
El Espíritu Santo es otro Cristo. El Hijo terminó la misión que le había traído a la tierra. La continuación de su obra, es decir, el establecimiento y fortalecimiento de la Iglesia, fueron trabajos encomendados al Espíritu Santo.
Este comenzó a obrar cuando el Hijo fue recibido nuevamente al cielo.
El Espíritu Santo es una persona con atributos propios. Está dotado de voluntad, ya que reparte los dones como él quiere. Está dotado de pensamiento. Está dotado de conocimiento. Está dotado, también, de los atributos de bondad y amor. Más aún, la Biblia afirma que el Espíritu Santo puede ser tratado igual que una persona. Se le puede mentir, se le puede tentar, se le puede resistir, se le puede entristecer, se le puede invocar y se le puede blasfemar. Un ser dotado de atributos semejantes es necesariamente una persona, en este caso una persona divina, la tercera persona de la Trinidad.
Hablando con Nicodemo, Cristo comparó el poder del Espíritu Santo al del viento y estableció el principio imprescindible del Nuevo Nacimiento sin el cual nadie puede ver a Dios. "A menos que nazcas de agua y de Espíritu -dijo el Señor- no podrás entrar en el reino de Dios" (Juan 3:5). La persona que desee ver un día a Dios ha de estar regenerada. No hay otra fórmula.
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