Los profetas: Zacarías (III): en Sión habría salvación y la señal sería el mesías cabalgando, justo, salvador y humilde, sobre un asno (c. 7- 9)
En el año cuarto del reinado de Darío, el persa, a los cuatro días del mes noveno, Zacarías volvió a recibir un mensaje de Dios. La ocasión era muy importante porque el pueblo judío que había regresado del exilio estaba pidiendo consejo a los sacerdotes sobre lo que debían hacer para obtener el favor de Dios en unos tiempos especialmente difíciles (7: 2).
De manera que encuentra paralelos en otros tiempos y en otros lugares, la gente acariciaba la idea de solventar esa situación mediante el recurso al rito religioso. En otras palabras, ¿era de esperar que Dios los bendijera si practicaban el ayuno y el llanto? (7: 3).
La respuesta de Dios a través de Zacarías fue contundente. Esas prácticas, en realidad, se orientan no pocas veces más a la autosatisfacción que a cumplir con la voluntad de Dios. Cuando se ayuna y se grita -o incluso se da el diezmo– muchos lo hacen para si mismos y no para Dios (7: 4-7). Como diría unos siglos después Jesús, la limosna, la oración y el ayuno pueden convertirse en gratificantes manifestaciones de autocomplacencia y de autojustificación espirituales lo que dista mucho de ser su finalidad (Mateo 6: 1-18).
Esos ejercicios de religiosidad autogratificante no es lo que Dios espera de los que dicen seguirlo ni entonces ni ahora. Si aquellos judíos deseaban comportarse conforme a lo que agrada a Dios tenían que juzgar de acuerdo con la verdad, apiadarse de sus hermanos, librarse de la opresión de la viuda, el huérfano, el extranjero y el pobre y mantenerse lejos de maquinar contra sus prójimos (7: 8-10).
Semejante enseñanza tenía precedentes y sobre ellos había que reflexionar y actuar en consecuencia. Cuando en el pasado no quisieron escuchar a los profetas (7: 11), el resultado fue el castigo de Dios sobre los judíos (7: 12), Su silencio ante sus súplicas (7: 13) y su destierro entre las naciones (7: 14). Si alguien desea una prueba de que Dios no actúa ni con favoritismo ni con parcialidad, ésta no puede ser más clara.
El mensaje, sin embargo, no era pesimista sino de advertencia y esperanza. El deseo de Dios era morar en medio de una Sión restaurada (8: 3) donde habría lugar para ancianos (8: 4) y para los niños que juegan por las calles (8: 5). Sin embargo, esa salvación que tocaría a los judíos sólo afectaría –como ya habían anunciado otros profetas anteriores– a un remanente (8: 6, 10). Ese remanente, ese residuo, ese resto sería, a diferencia de lo que había acontecido en el pasado, no una maldición para las naciones sino una bendición (8: 13). Ese remanente se caracterizaría por la veracidad que conduce a la paz (8: 16) y por la ausencia de planes contra el prójimo y de falsos juramentos (8: 17). Ese resto incluso provocaría que gente de las naciones se acercara a Dios en una proporción de diez a uno (8: 20-23).
En claro contraste con la desaparición de las potencias que son importantes un día para desaparecer al siguiente (9: 1-8), en Sión habría salvación y la señal de que ésta había llegado de manera definitiva sería la aparición del mesías no montando a caballo sino cabalgando, justo, salvador y humilde, sobre un asno (9: 10).
Sería entonces cuando se abriría el camino de la salvación, pero no sobre la base del poder militar o de la potencia política sino de la sangre del pacto (9: 11). Ese pueblo haría estrépito como si estuviera tomado por el vino (9: 15) y sus jóvenes se alegrarían con el trigo y el vino (v. 17).
El mensaje de Zacarías resulta de una pujante actualidad. La gran tentación –no sólo de los judíos– es la de llevar una vida de acuerdo a sus deseos y cubrir esa conducta con la práctica de ritos religiosos como puede ser el ayuno.
Sin embargo, Dios ve la vida de otra manera. No busca ritos sino la obediencia a principios morales claros que dicen que no podemos planear el mal contra el prójimo, que no podemos oprimir a los débiles y desvalidos, que debemos practicar la compasión.
Porque además, según el anuncio de Zacarías, sólo un resto de Israel alcanzaría la salvación y además ese resto atraería a un grupo de adoradores de Dios que sería mayoritariamente no judío sino gentil (8: 20-23).
Ese resto alcanzaría su redención no por el ritual sino por recibir a un mesías que no sería un hombre de guerra sino que entraría en Jerusalén montado en un asnillo. El pacto establecido sobre su sangre (9: 10) sería la clave para la salvación (9: 11). Es cierto que algunos los verían como borrachos –una profecía cumplida el día de Pentecostés (Hechos 2: 14-15)– pero se gozarían en el trigo y el vino, quizá una referencia al partimiento del pan.
Cuesta mucho no leer estos capítulos de Zacarías y verlos rezumantes de profecías cumplidas por Jesús como mesías y por sus seguidores. Aún cuesta más si cabe no contemplar en ellos principios que deberían conformar nuestras vidas.
La salvación no está en la fuerza, el nacionalismo –incluido el sionista– o la religiosidad. Se halla en seguir al mesías que entró en Jerusalén humilde y montado en un asnillo y que inauguró un nuevo pacto sobre su sangre derramada en la cruz.
Eso sería el inicio de una bendición para todo el mundo en la que los que seguirían a Dios serían mayoritariamente gentiles y no judíos. No serían populares y algunos pensarían incluso que estaban borrachos, pero Dios sería visto sobre ellos (9: 10) y se caracterizarían por una vida de bondad y belleza (9: 17).
Continuará
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