La exposición que hay en el museo Reina Sofía de Madrid sobre Dalí (1904-1989), nos muestra una de las obsesiones del pintor de Figueras: su temor a la muerte. Durante muchos años el artista eludió plantearse el problema de su desaparición. Hablaba de ello como algo muy lejano que, probablemente, no le afectaría. En eso no es muy diferente a cada uno de nosotros.
En las últimas imágenes que tenemos de Dalí, le vemos en un hospital, sentado en una silla de ruedas y alimentado por una sonda, mientras exclama patéticamente: “Los genios no tenemos derecho a morir”. El pintor implora compungido: ¡quiero vivir, quiero vivir!”. Ya en una de sus más conocidas entrevistas, había dicho: “Lo que me gustaría es la inmortalidad de verdad, no morirme, porque la idea de la muerte es lo único que me angustia”. De hecho, asegura: “prefiero hacer cuadros malos y vivir más tiempo”.
La vida y el mito son en él difíciles de distinguir, ya que desde pequeño se fue modulando un personaje, que acaba confundiéndose con su propia persona. Su padre era notario en Figueras, un hombre de carácter fuerte, con el que tuvo siempre una relación difícil. Dalí recuerda que hacía siempre lo que se le antojaba, porque “mi madre, a quien adoraba, me lo permitía todo, para evitar que estallara en los ataques de histeria que a menudo padecía”. Ya que
justo nueve meses antes de su nacimiento, había muerto otro Salvador Dalí. Este hecho marcó toda su vida y la de su familia.
EL OTRO SALVADOR
Su primo Ramón Guardiola recuerda que “le trataban como si fuera el otro” Salvador Dalí. “Tenía la impresión de que él no existía”. Para él “esta fue la causa de todos sus problemas”. Iban por una calle y la madre decía: “aquí estornudó tu hermano”. La vida parecía llena de peligros: “ponte una bufanda, si no morirás”.
Le comparaban tanto con su hermano muerto, que en una ocasión llegó a escribir: “yo no sé si estoy vivo o muerto”.
En la habitación donde dormía, había un retrato de su hermano fallecido. Al jugar en el salón, cerca del piano, podía ver las espeluznantes ilustraciones del libro sobre enfermedades venéreas, que su padre había colocado como recuerdo y advertencia, porque pensaba que la muerte de su hijo mayor se debía a un contagio contraído por él en un burdel. Calculaba además, que había sido concebido, como máximo, a nueve días de la muerte de su hermano, en pleno periodo de luto. Dalí escribió: “He empezado por la muerte, para evitar la muerte”.
Para él, aunque “la muerte se explica a menudo por la imperiosa y constante compulsión por volver al lugar del que venimos, al claustro materno”, cree que recuerda ese periodo intrauterino, “como si fuera ayer”. Y aunque pueda parecer que “era como el paraíso, tenía el color del infierno, rojo, anaranjado, amarillo y azulado, el color de las llamas, del fuego”. Ya que “sobre todo era blanco, inmóvil, caliente, simétrico, doble y pegajoso”. Y aunque la muerte le devuelva a ese paraíso, ubicado en el claustro materno: dice: “tiemblo de pensar en la muerte”.
EXILIO FORZOSO
La forma de actuar de Dalí chocaba a menudo con la incomprensión de los que le rodeaban. De hecho sólo le relajaba pintar. Cada pintura era para él como “un cúmulo de sensaciones y estímulos”, que le “hacía diferente”. Aunque en un sentido, “cada vez que pinto un cuadro”, piensa: “me gustaría pintar siempre el mismo”. Ya que para él, paradójicamente, “no hay nada más distinto que copiar una cosa”.
Tras demostrar su talento para el dibujo, su padre le manda a hacer Bellas Artes en Madrid en 1921, después de morir su madre. Estando allí conocerá en la Residencia de Estudiantes al poeta Federico García Lorca y al director de cine Luis Buñuel. Con el primero pasará luego un inolvidable verano en Figueras, y con el segundo hará dos películas mudas en París.
A pesar de su carácter introvertido, Dalí tiene la presunción de decirle al jurado de la Escuela de San Fernando que ellos no le pueden examinar sobre Rafael, porque él sabe más que todos ellos juntos, siendo finalmente expulsado de la Academia. No tardará su padre en echarle también de casa. Lo siente sobre todo por su hermana Ana María, que era su confidente. “Fue un duro golpe”, recuerda. Le parecía que nunca más podría ver el cielo que le había acompañado desde su niñez. “El disgusto fue tan grande que fui deambulando como un espectro de mí mismo”.
Al iniciar ese exilio forzoso, se rapa el pelo al cero, adquiriendo una nueva imagen, buscando como siempre llamar la atención.
El artista se establece entonces en Cadaqués, “un lugar que adoraba con una fidelidad fanática”. Fue allí en 1929 donde fue a visitarle el poeta francés Paul Éluard con su mujer rusa Gala, quedando totalmente prendado de ella. Ella fue el único gran amor de su vida. A partir de entonces dice: “Toda mi vida girará en torno a quien fue mi salvación”. “Ella me proporcionó la curación psicológica, dio sentido a una vida que antes nunca había vivido”, puesto que construye una concha para protegerle.
LA MUERTE DE LORCA
Aunque algunos piensan que la muerte de Lorca no le afectó demasiado, puesto que la vio como parte de una guerra “donde no se lucha por ideologías, sino por ajuste de cuentas”, no es así como se muestra en su diario. Pocas semanas antes del inicio de la guerra civil en 1936, el poeta Edward James le invita a su casa de Villa Conboni en Analfi –donde Wagner había compuesto el Parsifal–. Dalí sugiere a Lorca que vayan juntos, pero el poeta alega el preocupante estado de salud de su padre, para no viajar a Italia. Pocos días después es detenido en casa del poeta falangista Luis Rosales, siendo fusilado a continuación. Dalí se reprocha no haber insistido suficiente.
Lorca estaba tan obsesionado con la muerte como Dalí. “Cinco veces al día, cuando menos, hacía alusión a la muerte –según Buñuel–. Por la noche no podía dormir si no íbamos todos en grupo a acostarle. Una vez en la cama, encontraba el medio de prolongar indefinidamente las conversaciones”, pero “siempre acababa hablando sobre la muerte”. El cineasta recuerda su rostro, “tendido sobre la cama, parodiando las etapas de su lenta descomposición”. Porque “la putrefacción en su juego duraba cinco días”. Es “cuando estaba seguro de nuestra angustia”, que “se levantaba de un salto y estallaba en una risa salvaje”.
PRISIONERO DE SU LEYENDA
Cuando se va con Gala a París, Picasso le presta dinero para ir a Nueva York. Allí se instala en 1940, convirtiéndose en su verdadera plataforma de lanzamiento. El público americano le escucha embelesado, mientras contempla sus extravagancias. Ya que “Salvador, como su propio nombre indica, está destinado a salvar la pintura de la pereza y el caos”. Pero Dalí no tardará en descubrir que no es propietario de su propia leyenda.
Aunque en momentos de lucidez, confiesa que historias como el famoso “método paranoico-crítico” que había inventado para enfrentarse a Breton y a su grupo surrealista de París: “ni yo mismo sabía en qué consistía”. De hecho, cuando finalmente se lo presenta a su admirado Freud, éste parece tener más interés por su pintura que por su alocada tesis, por lo que Dalí acaba enfadándose con él. El padre del psicoanálisis le comenta entonces al escritor Stefan Zweig que “nunca ha visto un prototipo de español más claramente: es un fanático”.
A partir de la década de los cincuenta, Dalí vive una etapa aparentemente religiosa, pero que sospechosamente coincide con su vuelta a España. Hace entonces un
Manifiesto místico (1951)
, y su interés por Santa Teresa y San Juan de la Cruz dan origen a su conocido
Cristo (1951)
. Es en realidad un retorno al orden, un regreso a los pintores del pasado que tanto admiraba, como Velázquez o Vermeer. Pinturas religiosas como
La última cena (1955) o
Corpus hypercubus (1954) pueden dar la impresión de una fe auténtica, pero en realidad no es más que un mero señuelo para volver a aparecer en los medios, como demuestra el hecho de que en ese mismo período haga obras tan provocadoras como su
Joven virgen autosodomizada (1954).
EN BUSCA DE LA ETERNA JUVENTUD
En 1954 Dalí creía sinceramente que eso de la muerte no iba con él. Así se lo comenta al periodista Manuel del Arco: “Tengo la idea irracional de que la cosa se arreglará para mí; o, por lo menos, me alargarán la vida”. A diferencia de Gala, que siempre estuvo obsesionada con el suicidio, Dalí vive para el momento. La contradicción está presente en todos sus actos, pero también le lleva a pasar de estados de euforia a la angustia más desesperante. “Me siento esclavo de una angustia creciente”, dice. “No sé de dónde viene y a dónde va”. Aunque “no hay absolutamente nada que pueda asustarme, me asusto de estar asustado”. Ya que “el miedo a asustarme me asusta”.
En los sesenta cuenta a quien quisiera escucharle que en Estados Unidos un grupo de científicos estaba preparándose para hibernarlo, a la espera de que la medicina encontrara la fórmula para la eterna juventud. “Yo creo firmemente que descubrirán procedimientos de congelación que permitirán sobrevivir repetidamente”, escribe. Unos días después, confiesa a un periodista de Le Point que están pensando en la hibernación.
En 1973 se aferra todavía a esa desesperada creencia en sus “Diez recetas de inmortalidad”. No bromeaba cuando escribía: “Estoy convencido de que se curará el cáncer, se harán trasplantes asombrosos y el rejuvenecimiento de las células se realizará en un futuro próximo”. Creía que “devolver la vida será una operación ordinaria”.
Descharnes, que conoció bien a Dalí en sus últimos años, cuenta que tras la muerte de Gala, el pintor “quiso suicidarse por deshidratación”. Ya que el inventor del microscopio había visto cómo pequeñas entidades orgánicas, aparentemente deshidratadas y muertas, revivían al contacto con una gota de agua.
La muerte de Franco en 1975 y la de Gala en 1982, supusieron un choque tal para él, que perdió la esperanza en la inmortalidad. El carácter todopoderoso de la ciencia se fue diluyendo y su optimismo inicial se trocó en pánico.
AMOR INMORTAL
Los últimos cuatro años de su vida los pasa encerrado un una habitación, con la mirada puesta en los muros de su gran obra, el Teatro-Museo que inauguró en 1972. Allí ve “una pared erosionada por el cielo que siempre había buscado a través de la confusa carne de mi vida”. Pero este es “un cielo que sólo se encuentra en el corazón de los hombres que tienen fe”. Así que “por eso me temo que yo moriré sin Cielo”.
“Creo en Dios”, dice Dalí, “pero no tengo la fe”. Ya que “por las matemáticas y las ciencias particulares sé que es indiscutible que Dios tiene que existir, pero no me lo creo”. Esa misma paradoja es a la que, según Pablo en
Romanos 1, todo hombre se enfrenta. Ya que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que Dios existe, así que no tenemos excusa (v. 20). Pero no le adoramos, sino que nos envanecemos en nuestros razonamientos, por lo que nuestro necio corazón ahora se ha entenebrecido (v. 21).
Dalí dio su corazón a una criatura, en vez de al Creador. Pero al fallecer Gala en 1982, su problema es que su amor no puede salvarle de la muerte.
La buena noticia es que hay un Amor Inmortal, cuyos lazos nos llevan más allá de la muerte. Viene de Aquel que participó con nosotros de carne y sangre, pero destruyó “por medio de la muerte al que tenía al imperio de la muerte” (
Hebreos 2:14). Por lo que puede “librar a todos los que por el temor de la muerte estaban”, como Dalí, “durante toda la vida sujetos a servidumbre” (v. 15).
Por su muerte acabó con la muerte, “para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (
Juan 3:15).
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