¿Hay solución para el contencioso palestino-israelí que desde hace décadas persiste en contra de la legalidad internacional? Confieso que sólo veo dos caminos de conclusión.
La reciente resolución de las Naciones Unidas que, entre otras cuestiones, se refiere a los asentamientos israelíes en los territorios ocupados, ha provocado una reacción extraordinaria en ambientes políticos y mediáticos. La razón fundamental es que Estados Unidos, en lugar de vetar la resolución, se abstuvo permitiendo que ésta fuera aprobada por práctica unanimidad.
Las lecturas del hecho han ido de afirmar que Obama ha traicionado a Israel, “nuestro aliado” a señalar que la paz mundial está en peligro pasando por señalar que el mundo está en peligro. Semejantes afirmaciones son comprensibles según quien las ha emitido, pero se corresponden poco o nada con la realidad ya que la resolución no es ni nueva ni injusta ni traidora.
De entrada, la resolución no ha sido un documento contra Israel aunque así lo ha interpretado el gobierno de Netanyahu, un sector de la opinión pública israelí y judía – ha habido sectores que, por el contrario, lo han contemplado de manera positiva – y diferentes instancias políticas y mediáticas especialmente en Estados Unidos.
De hecho, en sus páginas aparecen referencias muy claras de condena al terrorismo e incluso de aquellas conductas que intentan caldear todavía más el ya bastante tórrido panorama de Oriente Medio.
No es menos cierto que el documento apelaba de manera especial al cumplimiento de la Cuarta convención de Ginebra relativa a la protección de civiles en tiempo de guerra. Dicha convención, redactada en 1949, es reconocida en la actualidad por 196 naciones y establece en su artículo 49 la prohibición terminante para cualquier potencia que ocupe territorio enemigo de transferir a sus propios civiles al territorio que ocupa. De manera semejante, el artículo 55 de las regulaciones de la Haya ordena también de manera terminante a los poderes de ocupación que salvaguarden la propiedad de la gente que vive en territorios ocupados y que mantenga el statu quo.
Estas disposiciones persiguen una finalidad de justicia indudable y es evitar que los invasores que ocupan un territorio aprovechen semejante circunstancia para desalojar a sus habitantes, para establecer a sus propios nacionales y para terminar por apoderarse de un territorio sobre el que carecen de derecho. Semejantes normas son desde 1993 obligatorias para todas las naciones al considerarse que las convenciones de Ginebra ya han pasado al derecho internacional consuetudinario.
En otras palabras, dado que Israel está construyendo asentamientos en territorios ocupados desde 1967, a pesar incluso de las conversaciones de paz, viola de manera sistemática la IV Convención de Ginebra y debe ser advertido de que semejante conducta es intolerable.
No se trata, pues, de una resolución injusta sino escrupulosamente legal de acuerdo con el derecho internacional. Es más, Estados Unidos ha mantenido esa misma posición desde hace años aunque, en la práctica, no haya hecho nada para obligar a Israel a someterse a la legalidad. Tampoco lo ha hecho ahora sino que se ha limitado a no utilizar su poder de bloqueo en el Consejo de seguridad de las Naciones Unidas. Considerar que ese paso es una traición –y más cuando Obama apoyó hace unas semanas una ayuda económica para Israel que supera la cuantía de todo el Plan Marshall– resulta, como mínimo, exagerado.
Con todo, resulta obligado ver los antecedentes del problema para intentar colegir cuáles serían las posibles soluciones si es que éstas existen.
En 1878, la población del territorio que convencionalmente conocemos como Palestina y que incluía el actual Israel y los denominados territorios ocupados era de un 96.8 por ciento de árabes, tanto cristianos como musulmanes, y de 3,2 por ciento de judíos. La situación experimentó un impulso favorable a los sionistas cuando, en 1917, la Declaración Balfour, derivada del gobierno británico, señaló sus deseos de aceptar la creación de un hogar nacional judío en el mandato de Palestina aunque – el matiz es muy relevante - respetando los derechos de la población de la zona.
Gracias a un creciente proceso migratorio, en 1922 el porcentaje de árabes en Palestina era de 87.6 por ciento y el de judíos de un 11 por ciento. En esa década comenzaron a producirse enfrentamientos entre comunidades al ir adquiriendo los judíos propiedades que, previamente, habían pertenecido a propietarios árabes absentistas.
Apenas una década después –en 1931- el 81.6 por ciento de la población era árabe y el 16.9 por ciento, judío. Durante esa década el número de judíos se fue incrementando con sucesivas oleadas de inmigrantes a la vez que los británicos, que desde 1917, controlaban el mandato de Palestina reprimían con especial dureza a la población árabe hasta aniquilar de manera prácticamente total su dirección.
Se trató, por otra parte, de acontecimientos previos al estallido de la Segunda guerra mundial y relacionados, fundamentalmente, con el desarrollo colonial del imperio británico. Aplastar a unos árabes a los que se había prometido la independencia en el curso de la Primera guerra mundial, pero a los que se convirtió en súbditos del imperio era prioritario y, para lograr ese objetivo, no faltó el concurso sionista que, por añadidura, consideraba muy apreciable el entrenamiento que recibió de oficiales británicos como O. Wingate.
Gran Bretaña limitaría ocasionalmente la entrada de judíos por razones de seguridad. Los sionistas llegaron a un acuerdo con el III Reich –en el mismo tuvo un papel esencial Eichmann– encaminado a enviar a los judíos de los territorios regidos por Hitler a Palestina. Ha sido un historiador israelí, Tom Segev, el que ha desvelado muchos de los términos del acuerdo –los sionistas, por ejemplo, no deseaban recibir ancianos o enfermos sino hombres robustos– que los británicos vieron, no sin razón, como una vía para que Hitler llenara de espías Oriente Medio.
En términos generales, los sionistas mantuvieron buenas relaciones con los británicos salvo en el caso de grupos terroristas como el que contaba entre sus militantes a Menahem Begin y que no dudó en perpetrar atentados como la explosión del Hotel Rey David.
En 1947, con una Gran Bretaña empobrecida por la Segunda guerra mundial y deseosa de irse desprendiendo de su imperio, la ONU decidió dividir el mandato de Palestina en un estado árabe y otro judío. Los árabes tenían el 69 por ciento de la población y la propiedad del 92 por ciento de la tierra, pero sólo recibirían el 43 por ciento de la tierra. Por el contrario, los judíos siendo el 31 por ciento de la población y teniendo menos del 8 por ciento de la tierra iban a recibir el 56 por ciento del territorio.
Por añadidura, la tierra más fértil pasaría a manos de los judíos.
En este reparto -a todas luces discutible- pesó la mala conciencia de las naciones occidentales por el Holocausto. Sin embargo, no deja de ser llamativo que esa mala conciencia intentaran calmarla con territorio y población situadas fuera de Europa.
Por otro lado, estas circunstancias permiten entender por qué los árabes rechazaron semejante partición -¿lo hubiera aceptado alguno de los lectores para su nación y en beneficio de recién llegados que apelaban a derechos históricos de milenios atrás?– y por qué los sionistas la recibieron con entusiasmo. Con entusiasmo, pero también con realismo porque eran conscientes de que se les adjudicaban territorios donde la presencia árabe era total o muy mayoritaria.
Conscientes de ese problema, antes de que se proclamara el estado de Israel, las fuerzas armadas sionistas llevaron a cabo una serie de acciones violentas conocidas como plan Dalet que incluyeron, entre otras conductas, asesinatos masivos y violaciones y cuya finalidad era obligar a los árabes a abandonar sus tierras. El episodio de la matanza de Deir Yassin es conocido, pero no fue el único.
De esa manera unos 300.000 árabes fueron expulsados de sus propiedades antes de que un solo soldado de un ejército árabe pusiera su pie en territorio del mandato de Palestina en 1948. En otras palabras, antes del inicio de la guerra de independencia de Israel, centenares de miles de palestinos habían sido expulsados de sus tierras por las fuerzas sionistas. El mérito historiográfico de haber documentado estos hechos ha correspondido fundamentalmente a historiadores israelíes. Se puede discutir el que uno de ellos -Ilan Pappé- haya calificado estos hechos como ”limpieza étnica”, pero es innegable que los hechos tuvieron lugar y que pretendían, como se desprende de la documentación israelí, la expulsión de los árabes de sus territorios.
Al término de la guerra de independencia, Israel con una posesión inicial de menos del 8 por ciento de la tierra, se había apoderado del 78 por ciento. Setecientos mil palestinos fueron a parar a campos de refugiados mientras los pueblos árabes eran arrasados y convertidos en tierra fértil o en asentamientos israelíes. De hecho, de las 500 poblaciones árabes, cuatrocientas fueron destruidas por las fuerzas israelíes.
Sin duda, la situación era mala y planteaba problemas jurídicos graves como el del derecho de retorno que está reconocido por el derecho internacional, que era aplicable a centenares de miles de palestinos y cuyo bloqueo fue sistemático por parte de Israel.
Con todo, debe reconocerse que la situación aún empeoró más cuando en el curso de la guerra de los seis días en 1967, Israel ocupó militarmente Gaza y Cisjordania y cuatrocientos mil árabes fueron expulsados de sus hogares. La mitad lo era por segunda vez en menos de veinte años. De manera inmediata, las autoridades israelíes, en contra de lo establecido en la IV convención de Ginebra, comenzaron a asentar población propia en los territorios ocupados militarmente. Lo que ya era un problema grave, se iba a convertir en un semillero de conflictos.
Por añadidura, desde el inicio de la ocupación israelí más de cuatrocientos mil palestinos han sido detenidos. En muchos casos, las detenciones han sido justas y se han relacionado con acciones delictivas e incluso terroristas. Sin embargo, como se han ocupado de poner de manifiesto organizaciones israelíes de Derechos humanos, no es menos cierto que muchas veces las detenciones se realizaron sin cargos, en condiciones inhumanas y acompañadas de la práctica de la tortura que, bajo determinadas condiciones, es legal en Israel.
El estallido de la intifada –en el curso de la cual las fuerzas de ocupación israelíes perpetraron atrocidades como la estrategia de los brazos rotos consistente en quebrar los miembros de los detenidos– y la primera guerra del Golfo desembocaron en un proceso de paz iniciado en 1993. Al mismo contribuyeron tanto el reconocimiento, ya la década anterior, del derecho de Israel a existir como estado por parte de los palestinos, como el deseo de Bush de impulsar activamente un Nuevo orden mundial.
No todo fue positivo en ese proceso de paz ya iniciado. Por ejemplo, durante el mismo, Israel siguió construyendo asentamientos contrarios a la cuarta convención de Ginebra de tal manera que el número de colonos judíos pasó de 200.000 a 400.000.
Por añadidura, desde 1967 y también en contra de la Convención de Ginebra, 18.000 hogares palestinos fueron demolidos. De ellos, 740 lo fueron durante el proceso de paz en la fase de Oslo.
La ilegalidad de estas acciones ha quedado establecida por distintos organismos que van de la ONU a la Cruz roja. Incluso el Informe Sasson realizado en virtud de las presiones de Estados Unidos sobre Israel estableció taxativamente que el ministerio de vivienda y construcción, la Organización sionista mundial, el ministerio de educación y el ministerio de defensa cooperaron para “establecer sistemáticamente puntos de asentamientos ilegales” (systematically establish illegal settlement points), pagando millones de dólares para crear la infraestructura para veintenas de asentamientos.
En el año 2003, como parte de la hoja de ruta, Israel se comprometió a desmantelar dos docenas de asentamientos. Tal desmantelamiento no sólo no se ha producido sino que el número de asentamientos se ha incrementado. A decir verdad, Netanyahu ha convertido en uno de los objetivos de su política la de mantener los asentamientos e incluso incrementar su número. De hecho, como nuevo paso álgido en este espinoso trayecto, a finales de diciembre de 2016, Israel aprobó una normativa que permitirá, en contra de la convención de Ginebra, expulsar a más palestinos de sus hogares y multiplicar los asentamientos israelíes. No se trata de una interpretación retorcida de la ley por parte de los enemigos de Israel. De hecho, Naftalí Bennet, ministro de educación y dirigente máximo de Ha-Bayit ha-yehudí afirmó esa misma semana al aprobarse la ley: “Este es un día histórico. Hoy, el parlamento israelí se ha movido de dirigirse hacia el establecimiento de un estado palestino a moverse hacia la soberanía en Judea y Samaria y a despejar cualquier duda al respecto – la regulación contenida en la ley es la punta del iceberg en la aplicación de la soberanía”. En otras palabras, la ley no tiene una finalidad urbanística sino política, la de imponer la soberanía israelí en los territorios ocupados.
Puede comprenderse que la comunidad internacional reaccionara e impulsara una resolución condenando esa conducta porque implica no sólo la continuación de la violación de la IV Convención de Ginebra sino la instrumentalización de ese comportamiento de tal manera que la solución del conflicto sobre la base de dos estados se aleje cada día más. No puede ser de otra manera en la medida en que no existe apenas territorio sobre el que establecer un estado palestino e incluso el poco que existe está surcado por asentamientos israelíes conectados por vías de comunicación que sólo pueden utilizar los israelíes y protegidos por distintos enclaves militares israelíes.
¿Existe solución para este contencioso que se alarga desde hace décadas en contra de la legalidad internacional? Confieso que, a largo plazo, sólo soy capaz de ver dos caminos de conclusión. El primero es el de proseguir con la política seguida por Israel desde 1967 y, de manera muy especial, por Netanyahu. Israel continuaría violando lo dispuesto por la IV Convención de Ginebra construyendo nuevos asentamientos en los territorios ocupados. En un momento dado, el estado palestino sería inviable e incluso los palestinos acabarían marchándose de todas las poblaciones al ser privados de sus tierras y de su modo de vida. Como señalaba Naftalí Bennet, Judea y Samaria serían parte del territorio soberano de Israel a costa de un estado palestino.
Semejante solución –la política de hechos consumados– es posible, pero sus consecuencias no serían fáciles ni cómodas. La irresolución del conflicto existente desde 1948 entre Israel y Palestina constituye una de las causas fundamentales de la inestabilidad que aqueja desde hace décadas a Oriente Medio. Por un lado, es utilizado por todo tipo de entidades indeseables, incluso las terroristas, para intentar legitimar conductas ilegítimas; por otro, erosiona gravemente la confianza en el derecho internacional en la medida en que Israel lleva incumpliendo resoluciones internacionales desde hace décadas de manera impune gracias al bloqueo que Estados Unidos practica para el cumplimiento de las mismas. En otras palabras, centenares de millones de personas contemplan a Israel como una potencia fuertemente militarizada que quebranta de manera sistemática el derecho internacional sin experimentar ninguna consecuencia.
Resulta absolutamente imposible que no se contemple esa situación como un agravio comparativo. No son pocas las naciones que sufren sanciones económicas, en ocasiones muy duras, sin pretender anexionarse ningún territorio. ¿Cuál es la razón para que Israel sea excepcional? ¿Que es un aliado? ¿Que es una democracia? Desde el punto de vista de laRealpolitik ambos argumentos tienen peso, pero son inaceptables desde la perspectiva del derecho internacional. Añádase a esto la percepción de que Estados Unidos no es fiable ni moral, ni jurídica ni políticamente. De acuerdo con esta visión, sus referencias a la libertad y a la justicia no pasan de ser mera palabrería que encubre intereses nada santos. La primera potencia mundial puede pretender ser un referente, pero de serlo, lo sería, según esta perspectiva, de mera hipocresía.
El camino de la anexión es, por lo tanto, posible y quizá lo sea ahora más que hace unos años dado que Trump está emparentado con personas directamente partidarias de los asentamientos. Sin embargo, resulta inmenso el coste que puede acabar teniendo para Israel – que se verá cada vez más aislado – y para Estados Unidos que no practica esa misma política hacia otros aliados. Todo ello sin contar lo que podría suceder con un Israel que no lograra expulsar de su interior a una creciente población árabe y, sobre todo, indignada por no contar con unos mínimos derechos. Tampoco la factura sería escasa para el resto de un Occidente contemplado como cómplice.
El segundo camino sería el del cumplimiento de la legalidad internacional, es decir, el abandono total y absoluto de los territorios ocupados en 1967. Es decir, se trataría no de ofrecer, como en Camp David, la proclamación formal de un estado palestino, pero, en cuyo interior, seguirían existiendo colonias israelíes, defendidas por soldados israelíes y comunicadas por carreteras israelíes que no pueden utilizar, como hoy en día, los palestinos.
De nuevo, el lector tiene que preguntarse si aceptaría la independencia de su nación manteniendo en el interior de su territorio enclaves de población exclusivamente extranjera, protegida por unidades militares extranjeras y con carreteras de uso exclusivamente extranjero. Por el contrario, implicaría desmantelar todos y cada uno de los asentamientos y abandonar totalmente los territorios ocupados.
He tenido ocasión de entrevistar en distintas ocasiones a colonos israelíes y me consta que el coste moral sería grande. No pequeño resultaría el económico y, como en el caso de Gaza, previsiblemente las indemnizaciones acabarían siendo pagadas por los Estados Unidos. Sin embargo, como han señalado repetidamente distintos generales y expertos en seguridad e inteligencia de Israel no implicaría una amenaza para la seguridad –mucho menos para la existencia- por la sencilla razón de que la superioridad militar de Israel, incluido el armamento nuclear, es incomparable. Dicho sea de paso, mi experiencia repetida es que los militares israelíes se toman muy a mal todas las referencias a las supuestas amenazas para la supervivencia de Israel lo mismo si se relacionan con guerras pasadas como las de 1967 y 1973 como a contiendas futuras. Simplemente, consideran esas afirmaciones como una propaganda exterior que insulta gravemente al ejército israelí y a su capacidad. Tras mucho estudiar el tema, creo sinceramente que tienen razón en su punto de vista aunque resulte muy distinto del que encontramos frecuentemente en algunas instancias.
Por supuesto, algunos pensarán que esa segunda opción es imposible y que sólo queda hablar de paz mientras se procede, a la vez, a una anexión de los territorios ocupados aún a sabiendas de que es contraria al derecho internacional. Quizá sea así. Sin embargo, entre la población de Israel, entre los judíos de Estados Unidos y del resto del mundo, entre organizaciones judías de derechos humanos también existe la convicción de que es posible la solución de los dos estados que debe pasar imperiosamente por el desmantelamiento de los asentamientos y la paralización de otros nuevos. Ésa es, en realidad, la clave del problema porque incluso, como me refirió el vicealcalde israelí de Jerusalén en el curso de una entrevista, la misma ciudad santa podría dividirse sin especial dificultad siquiera porque, como me dijo literalmente, “todo el mundo sabe hasta donde no llegan los autobuses”. En otras palabras, Jerusalén podría ser la capital de Israel - ¡al fin! – y de Palestina simplemente si aceptamos la separación histórica y Netanyahu no continua con su política de nuevos asentamientos.
Por lo tanto, volviendo al tema de este artículo, la resolución no fue ni nueva ni injusta ni traidora. No fue nueva porque volvió a repetir lo que llevan afirmando las más diversas instituciones desde hace décadas, es decir, que el terrorismo es condenable y que los asentamientos en los territorios ocupados son contrarios al derecho internacional. No fue injusta porque apuntó a las dos partes y se sustentó sólidamente en el derecho internacional. No fue traidora porque las naciones que la suscribieron se limitaron a pedir el respeto por el derecho internacional que reclaman desde hace tiempo y Estados Unidos, aunque haya utilizado previamente el veto, también ha defendido esa misma postura en el pasado.
Sí constituye, por el contrario, un toque de alerta ante una perspectiva de inminente peligro y una insistencia en el camino para lograr la paz mediante la constitución de dos estados. No sorprende que haya sido aplaudida no ciertamente por los lobbies pro-Netanyahu, pero sí por entidades israelíes y judías en la Diáspora. Y es que la alternativa dista mucho de ser fácil y resulta no menos peligrosa.
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