Tras resucitar, el Credo dice que Jesús "subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre".
Prosigo, conforme establece el texto del Credo, hablando de la ascensión del Señor. Tras resucitar, el Credo dice que Jesús "subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre".
Del hecho histórico de la ascensión tenemos tres relatos en el Nuevo Testamento. Dos en los Evangelios -Marcos y Lucas- y uno en el libro de los Hechos.
Cuarenta días después de su resurrección y tras numerosas apariciones, el Señor congregó a sus discípulos en la cumbre del monte de los Olivos. Allí habló con ellos y, mientras les bendecía, se alzó del suelo y fue arrebatado en una nube hasta el cielo de donde vino. El texto de Hechos lo cuenta así: "Entonces los que se habían reunido le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo? Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las razones que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra. Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entretanto que él se iba he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: “Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo" ( Hechos 1:6-11).
La ascensión de Cristo contiene numerosas lecciones de carácter práctico. Destacan estas cuatro:
Primero, nos confirmó como testigos. "Me seréis testigos", dijo a los suyos. En el sentido cristiano un testigo no es un teólogo, sino simplemente el que cuenta lo que ha vivido y sentido en su experiencia con el Señor.
Segundo, motivó el descendimiento del Espíritu Santo. Poco antes de la pasión lo afirmó con absoluta claridad: "Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré" (Juan 16:7). El cumplimiento de esta promesa tuvo lugar después de que Cristo hubo ascendido al cielo. El Espíritu Santo significa poder en la vida, en el testimonio, en la predicación. "Recibiréis poder", dijo a los suyos el Señor resucitado. Y este poder nos asiste hasta hoy. No hay nada en el mundo, absolutamente nada que pueda sustituir al Espíritu Santo en el poder de la predicación cristiana.
Tercero, la ascensión de Cristo puso en nuestras manos un ministerio divino. "Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra" (Hechos 1:8), dijo Jesús. Somos obreros del más importante de los señores. Somos poetas del Evangelio celestial. Somos cantores del amor y de la redención de Dios. Somos músicos de una melodía espiritual todavía inacabada. Somos la única esperanza de la felicidad del mundo.
Cuarta y última lección, la ascensión de Cristo nos hace depender del cielo. Los apóstoles quedaron "con los ojos puestos en el cielo". Y es así como hemos de vivir nuestra vida en la tierra. Nosotros somos como un árbol al revés. Nuestras raíces están en el cielo y del cielo recibimos la savia y la fortaleza que necesitamos para nuestra vida y nuestro trabajo. Como los apóstoles, también nosotros hemos de vivir con la mirada puesta en el cielo, porque allí está el que nos ayuda con sus continuas intercesiones ante el Padre. "Si, pues, habéis resucitado con Cristo -escribe San Pablo a los colosenses-, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios" (Colosenses 3:1).
Dios está en el cielo y Cristo está con Él, puesto que ascendió al cielo. Hemos de buscarle aquí, ahora, en la tierra fría e inhóspita que pisamos a diario.
José Luis Hidalgo, el poeta santanderino muerto de una enfermedad temprana, dedicó estos versos a la búsqueda de Dios. Le buscaba en la inmortalidad del ser.
"Déjame que, tendido en esta noche,
avance como un río entre la niebla
hasta llegar a Ti, Dios de los hombres,
donde las almas de los muertos velan.
Los cuerpos de los tristes que cayeron
helados y terribles me rodean;
como muros encauzan mis orillas,
pero tengo desiertas mis riberas.
Yo no sé dónde estás, pero te busco,
en la noche te busco y mi alma sueña.
Por los que ya no están sé que Tú existes
y por ellos mis aguas te desean.
Y sé que, como un mar, a todos bañas;
que las almas de todos Tú reflejas,
y que a Ti llegaré cuando mis aguas
den al mar de tus aguas verdaderas.
El poema de Luis Hidalgo ofrece materia para pensar. Cuando el hombre siente la sed física encuentra a su disposición el agua que le satisface; cuando el hambre alerta el estómago acude a los alimentos que le son propios. Pero el hombre se siente igualmente poseído en su alma por una sed y un hambre que nada tienen que ver con la materia. Son sed y hambre de Dios. Y este clamor del hombre por llenar de algo digno el centro de su vida es la huella de Dios en nuestra vida.
Posiblemente sea un medio que Dios emplea para manifestarse a nosotros, para decirnos que hay medio y remedio a esas ansias espirituales que atormentan al hombre en su búsqueda de Dios.
Por desgracia, no todos los que sienten el vacío en su interior suelen acudir a Dios. Cuando el joven rico entendió de Cristo que debía despojarse de toda su riqueza en favor de los pobres, se fue triste, renunciando a Dios como el nuevo centro de su vida. Los personajes de "Esperando a Godot'', obra de Samuel Becket, tampoco llegaron a encontrar al ser que habían estado esperando y que daría a sus vidas un significado.
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