Una película, un disco, un libro y un salmo: porque al llegar al final de un nuevo año y comenzar otro, es inevitable preguntarse quiénes somos.
Se ha vuelto ya algo tradicional las listas sobre lo mejor y lo peor del año. No tengo nada en contra de ellas. Me gusta leerlas. Lo que pasa es que me cuesta decidir. Incluso cuando voy a un restaurante, acabo pidiendo lo mismo que la persona que va conmigo... ¡cómo para decir lo mejor o peor de un año!
Una de las preguntas que más me cuesta contestar en las entrevistas es una de las más tontas: ¿cuál es mi libro, música o película favorita? ¡Nunca he sabido responderla! Soy incapaz de elegir… ¿qué le vamos a hacer?
Ante el auge de las listas, estos últimos años he recurrido a varias estratagemas. A veces busco un tema que ha aparecido en las películas del año, o entresaco algunos párrafos de artículos que he publicado, sino recomiendo simplemente un libro, una película y un disco. Esta vez lo que voy a hacer es escribir sobre algunas cosas que no he comentado en ningún medio y sin embargo, me han emocionado…
Mis más fieles lectores sabrán ya a estas alturas, que las cosas sobre las que escribo, no son precisamente las que más me gustan. Por mi formación periodística, puedo escribir sobre cualquier cosa, ¡claro! Aunque no todo me interesa por igual. Eso sí, tengo curiosidad… ¡es uno mis mayores defectos!
Nunca he visto el comentario cultural como una tarea con una función moralizante. No escribo para decir qué es recomendable ver, leer u oír, y menos aún, qué es lo que debiéramos desechar. Algunos me han observado que aquello a lo que no presto atención, debe ser lo que no me parece bueno. Bueno, a veces es así, pero otras no, como en los casos que comento a continuación…
LO QUE PUDO HABER SIDO
Se ha vuelto un lugar común decir que Woody Allen no ha hecho nada bueno desde los años noventa. Cualquier película comparada con “Annie Hall”, “Manhattan”, “Hanna y sus hermanas”, o “La rosa púrpura de El Cairo”, parece poca cosa. Si a esto se le añade la manera en que él mismo destroza su propia obra, no es extraño el comentario. Al fin y al cabo, él mismo ha dicho que desde “Match Point” (2005) no ha hecho algo que no deteste.
Lo que pasa es que a diferencia de tantos artistas pagados de sí mismos, el cineasta neoyorquino ha practicado siempre un humor judío auto-imprecatorio, por el que es el mayor crítico de sí mismo. Frente a su admirado Bergman, no le parece que haya hecho nada que realmente merezca la pena. Si le preguntan a él, no salvaría ninguna de esas películas… ¡por eso algunos le amamos tanto!
“Café Society” no es una película por la que vaya a pasar a la Historia, pero a mí me emocionó profundamente. No sólo es uno de sus mejores trabajos de estos últimos años, sino una fascinante reflexión sobre la vida y lo que pudo haber sido. Esta, su película número 46, es algo más que una evocación nostálgica del Hollywood de los años 30. Nos enfrenta a la realidad del amor frustrado y los sueños truncados.
Su simplicidad ejemplar nos muestra que no hacen falta artificios narrativos para contar una historia. El toque frívolo y superficial del ambiente acaban con la inocencia de un Jesse Eisenberg, que tras soñar con el amor eterno, se encuentra con la realidad brutal de su ambición más pueril. Si sus personajes parecen ajenos a su propio destino es porque como todos nosotros, llega un momento en la vida en que nos sorprendemos del lugar en que hemos acabado.
LA ESTRELLA DE LA MUERTE
Todos somos víctimas de nuestros prejuicios, pero hay una época en la vida, como es la juventud, que te parece que vives presa de ellos. Es cierto que algunos se quedan en esa fase adolescente, cuando creías que sabías lo que te gustaba y lo que no, desechando casi toda las cosas, pero algunos llegamos al momento en que nos damos cuenta que no entendíamos ciertas cosas. Por eso no las apreciábamos, hasta descubrir luego su verdadero valor.
Eso me ha pasado con David Bowie. Es alguien que no me atraía mucho. Por un lado, tenía los prejuicios de la educación cristiana que te hace sospechar de su ambigüedad sexual. Y por otro, todo en él parecía demasiado artificial, una imagen demasiado sofisticada, para ser algo auténtico. He de reconocer que mi creciente fascinación por Bowie, viene a partir de su muerte, no antes. Ahora leo ávidamente todo lo que encuentro sobre él, a la vez que escucho toda su discografía por orden cronológico.
Sin embargo, empiezo por el final: su hipnotizante último disco, “Black Star”, publicado dos días antes de su muerte. “Algo pasó el día que murió”, como dice en una de sus canciones. “Mira arriba, estoy en el cielo”, canta en “Lazarus”. Nos anuncia que está muriéndose en “Dollar Days”. Es un testamento redactado tan conscientemente, como el último álbum de Leonard Cohen. Alguien que tan cuidadosamente orquestó toda su carrera, como Bowie, quiso hacer de su última obra, su legado final.
¿Quién era de verdad Bowie? Todo en él te confunde. Desde su calculada pose bisexual –todas las biografías que he leído, dicen que era un heterosexual que no fue más allá de lo que hoy llaman ser “bicurioso”–, su pretendida apariencia de control –cuando tenía explosiones de ira, ya que en realidad estaba aterrorizado por el fantasma de la locura que asoló a su familia, puesto que tanto su madre como sus tres tías fueron enfermas mentales–, su afán provocador –mientras que con los extraños, tenía modales exquisitos– y la continua impresión de que se estaba siempre recreando a sí mismo –aunque tras su aspecto de camaleón, no había más que personajes ajenos a él, que asumía como realidad alternativa a su rutina diaria–.
Me hubiera gustado acompañar de forma invisible a Bowie en su último viaje a Londres, cuando estando ya enfermo terminal, recorrió de incógnito con su esposa Iman y su hija Lexi, los lugares donde pasó su infancia y juventud. Sus últimas palabras en el tema que cierra el disco nos muestran que “ver más y sentir menos / decir no, cuando quieres decir sí / es todo lo que quería decir / es el mensaje que envié”. Su deseo es que “alguien tomara su lugar y gritara con valor: soy una estrella negra”. Es la estrella de la muerte y el anhelo de la resurrección, pero sin luz al final del túnel, sólo oscuridad.
NOCHES AL DESNUDO
Mi aprecio por Elvira Lindo ha ido creciendo a medida que ha ido aumentando mi admiración por Antonio Muñoz Molina. No pertenezco a la generación que ha leído Manolito Gafotas en el colegio, sino a la que la descubrió por la emoción contenida de “El otro barrio”, su primera obra para el público adulto. En ella el azar de la vida cobra otra perspectiva en la búsqueda del Padre. La novela fue muy bien llevada al cine por Salvador García Ruiz.
“Lo que me queda por vivir” me hizo conocer los problemas de su vida como madre soltera, mientras que “Lugares que no quiero compartir con nadie” me descubrió el Nueva York de los españoles que viven allí, no la ciudad que creen conocer los turistas, después de haber estado unos días de visita. Las crónicas de su estancia allí, junto a su marido –Muñoz Molina–, se han vuelto para mí tan entrañables que uno se siente ya parte de la familia.
Lo cierto es que Elvira nunca se ha desnudado tanto como en su último libro, “Noches sin dormir”. Su lectura paralela a “Ventanas de Manhattan” y “Como la sombra que se va” –las obras en los que su esposo no sólo habla de ese tiempo, sino que desvela el principio de su relación–, te muestra una pareja al desnudo. El diario de su último invierno en Nueva York va más allá aún. Te revela los miedos, traumas y complejos de esta mujer a la que acabas queriendo como sólo se aprecia a aquel que se muestra tal y cómo es.
La naturalidad con la que habla de sus sensaciones y sentimientos muestra esa sensibilidad femenina por la que siempre me han cautivado los libros escritos por mujeres. Cuenta su biografía familiar y afectiva sin exhibicionismos, pero con el desamparo y la incertidumbre del que reconoce sus neurosis, aprensiones y titubeos. Esa transparencia es la que echo yo de menos en mi vida.
Cuando uno llega a cierta edad, uno se da cuenta que su mundo está hecho de apariencias. No te reconoces en el papel que te ha tocado jugar en la vida, por circunstancias a las que no eres ajeno. La búsqueda de identidad de sus personajes supone siempre enfrentarse a las mentiras que siempre te han rodeado. Y eso es lo que ella hace aquí, destruir el personaje que ha construido, para mostrarnos la realidad de quién es.
SEGUROS EN ÉL
Al llegar al final de un nuevo año, es inevitable preguntarse quiénes somos. El Salmo 139 dice que hay Alguien que nos conoce mejor que nosotros mismos. No hay ningún movimiento, pensamiento o medias palabras, que Él no pueda anticipar. No es un receptor pasivo de información, como unas cámaras de seguridad, sino Alguien que escudriña nuestra mente y actos como Aquel que nos conoce personalmente. No hay vida privada para Él, ni esquina en la que nos podamos ocultar. No podemos excluirle, ni cerrarle la puerta.
¿Es como el Gran Hermano de Orwell en “1984”? Lo sorprendente es que David no se siente atrapado, ni se queja de sus métodos inquisitoriales. Todo lo contrario. Siente que “su protección le envuelve por completo, le cubre con la palma de su mano” (v. 5). Y ese “conocimiento es tan maravilloso que rebasa su comprensión, tan sublime que no puede entenderlo” (6). No es amenaza, sino refugio.
Su inescapable presencia hace que pensar en intentar huir de Él, sea tan absurdo, porque Él está en todas partes. No hay lugar del universo en que Él no esté. Si subiéramos en un cohete a la estratosfera, no podemos alejarnos de Él. Estará allí esperándonos. Aunque descendamos a las profundidades de la vida más allá de la muerte, no hay forma de eludirle. Incluso allí está presente. No importa lo lejos que vayamos, lo rápido que viajemos, la dirección que elijamos, siempre aparecerá allí.
Esto lejos de producirnos inquietud, nos ha de hacer sentir gratitud. No importa lo que me pase, Tú estarás allí, no como una amenaza, sino para dirigirme. Su presencia no ha de despertar ansiedad, sino confianza. “Aún allí Tu mano me guiará, me sostendrá Tu mano derecha” (v. 10). No importa lo oscuro que sea la situación, ante nuestros ojos, Él ve en la noche como en el día. “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque Tú estas a mi lado” (Salmo 23:4).
El Creador nos ha formado individualmente. Como Alfarero nos ha dado forma, tejiendo esa compleja realidad que forma nuestra vida. David no necesitaba saber del ADN o los cromosomas de la genética y la embriología, para descubrir que el latido que nació en el seno de nuestra madre, responde a un plan determinado. Antes de que el mundo supiera de nuestra existencia, fuimos objeto de su cuidado y atención.
Pensar que nuestros días están escritos (v. 16) suena a fatídica predestinación, pero para la Biblia, la cuestión no es si somos libres, sino si a Alguien realmente le importamos, como para cuidar de nosotros. Tal pensamiento es difícil de entender (17), pero darse cuenta que su interés personal hace que se preocupe de nuestra estatura, color, inteligencia, miedos, traumas, accidentes, problemas, logros, relaciones, enfermedades, fuerza y debilidad, nos muestra que nuestra vida tiene un propósito. Su Providencia no es una amenaza para nuestra libertad, sino una seguridad para nuestra vulnerabilidad. Es lo que nos permite vivir confiados.
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