Una vez más me recreo al pasear por el Evangelio según Lucas y me detengo en el relato que nos habla del nacimiento de Jesús. Me acojo al zoom que me lleva a imaginar los detalles que pudieran completar los hechos.
Y sucedió mientras estaban en Belén, que a María le llegó el tiempo de dar a luz. Allí nació su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre, porque no había alojamiento para ellos en el mesón.
Lucas 2, 6-7
Una vez más me recreo al pasear por el Evangelio según Lucas y me detengo en el relato que nos habla del nacimiento de Jesús. Me acojo al zoom que me lleva a imaginar de manera personal los detalles que pudieran completar los hechos, la solemnidad y el silencio de las últimas escenas del parto, la hermosura que conlleva la humildad y la impotencia, el trajín del viaje, el cansancio, los aromas del lugar, la incertidumbre de no encontrar lugar en el mesón, pensar en los inconvenientes que surgieron ante algo tan importante y a la vez anónimo apunto de suceder.
Otro año más, durante estos días de aparente alegría salgo a pasear por las calles que derrochan figuras compuestas de luz y un bienestar caducos. Observo sin prisas la perfección de los belenes expuestos por doquier, igual pasa en casa de mis amigos, en mi casa y, aunque como protestantes presumimos de no tener imágenes en nuestros templos, cuando llega Navidad se nos olvida el detalle y desempolvamos esas figurillas, a veces de rostro infantil y cándido, ante las cuales cantamos villancicos.
Todos a una preparamos ilusionados ese encuentro destinado a ocurrir, según nuestra cultura, todos los veinticuatro de diciembre a las doce de la noche en punto, como línea precisa del día que se va, convirtiéndose en pasado que muere y el que irrumpe gozoso con cara de futuro repleto de salvación.
Me pregunto con frecuencia si, ante el nacimiento de Jesús, refiriéndome ahora a nuestras vidas, estamos convencidos de que la misma necesidad que alberga en los belenes, el mismo deseo de Dios que aparentan las figurillas, se hospeda también entre nosotros.
Dios no quiso florecer en un palacio como el majestuoso dueño del mundo. Sabemos que vino a sumarse a los brazos de un pueblo oprimido y maltrecho, que las circunstancias le postraron en un pesebre ya que no hubo alojamiento para ellos en el mesón y, por compasión, dadas las circunstancias de María, los dueños les dieron permiso para que acamparan bajo la privacidad que proporciona un techo, en vez de en la calle o a la intemperie del campo.
Jesús, nada más nacer, escogió alojarse entre los pobres, entre los desechados del mundo, entre los que poseen alta necesidad de encontrarle, quizá nosotros, los que al ser pesebres de carne, no encontramos lugar donde habitan los otros, o no alcanzamos a esos que se nos adelantaron en el viaje y llegaron antes a su destino, o no hallamos hueco entre los que no necesitan redención.
Nosotros, sí, los pesebres vacíos puramente necesitados de darle alojamiento. Así se nos instala dentro, a la espera de nuestra acogida, así nos habita el alma.
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