La marcha de los acontecimientos no permite albergar grandes esperanzas de un futuro prometedor, si nos limitamos al horizonte humano.
Se conoce con el nombre de Escuela de Frankfurt al grupo de intelectuales alemanes que durante varias décadas del siglo XX ejercieron una influencia notoria en el pensamiento occidental. Los nombres que le dieron lustre fueron los de Theodor W. Adorno, Herbert Marcuse y Erich Fromm, que desde las perspectivas de la filosofía, la sociología y el psicoanálisis intentaron entender los problemas del hombre en las sociedades desarrolladas, diagnosticar las raíces y presentar las soluciones. Partían de la validez de los postulados marxistas, pero dándoles un nuevo contenido al incluir las aportaciones que el psicoanálisis había introducido, a la vez que también se tenían en cuenta otras corrientes, como el existencialismo. Con el paso del tiempo los pensadores mencionados renegaron del marxismo clásico y, con el ascenso del nazismo en Alemania, emigraron a Estados Unidos, donde fueron profesores en algunas universidades.
En la década de los años sesenta su influencia se hizo patente más allá de la meramente docente en las aulas de clase, al convertirse en referencias ideológicas para las nuevas generaciones, que buscaban algo más profundo que lo que la sociedad capitalista del bienestar y la tecnología podía ofrecer. Por eso sus nombres y sus ideas fueron esgrimidos por grupos de jóvenes con planteamientos muy diferentes, aunque teniendo en común su insatisfacción con el estado de cosas en el mundo occidental. Por ejemplo, el movimiento New Left, una de cuyas activistas más famosas fue Angela Davis, alumna de Marcuse, hizo bandera de su causa. Era muy común ver el poster de esta mujer, con su pelo a lo afro, junto con los del Che Guevara y Emiliano Zapata en las habitaciones de los simpatizantes de izquierdas. Pero también los profesores de la Escuela de Frankfurt radicados en Estados Unidos se convirtieron en referencia para el movimiento hippy, que se identificaba con la crítica radical que Marcuse y Fromm, especialmente, hacían de la sociedad occidental.
De estos profesores fue Theodor W. Adorno el que desarrolló la teoría de que hay una tendencia autodestructiva en la civilización moderna, tendencia que, según él, se halla en la noción de razón, que desde la Ilustración hasta el pensamiento científico actual se ha convertido en una fuerza irracional que ha acabado por deshumanizar al hombre. Por tanto, el racionalismo lejos de ser la solución es el problema, o gran parte del mismo, para Adorno. La solución se encuentra en el arte, donde el ser humano puede desarrollar sus potencialidades en toda su pureza y libertad.
Es indudable que este pensador alemán tenía razón al señalar la autodestrucción de la civilización como una de las características del acontecer humano; no hace falta más que mirar al mundo actual para constatar que, efectivamente, esa tendencia nos va a arrastrar a la ruina. La marcha de los acontecimientos no permite albergar grandes esperanzas de un futuro prometedor, si nos limitamos al horizonte humano. Pero en realidad esa tendencia es muy anterior en el tiempo a lo que Adorno propone, ya que grandes imperios y naciones de la antigüedad, que alcanzaron esplendor, se colapsaron no tanto por fuerzas externas hostiles sino por otras internas que socavaron sus cimientos y facilitaron su hundimiento. En España resulta fácil constatar en su historia esa tendencia recurrente a la autodestrucción, que ahora ha vuelto a cobrar fuerza para echar abajo todo lo construido en las últimas décadas.
Claro que si somos rigurosos hay que concluir que la verdadera raíz del problema no está en la civilización ni en la nación, sino en el ser humano mismo, pues hay una tendencia autodestructiva dentro de nosotros mismos, la cual es el germen de la colectiva. Esa tendencia individual se expresa en la contradicción por la que amamos lo que nos destruye.
Adorno se quedó corto en su análisis, al circunscribir el problema a la civilización, y también en su diagnóstico de que el problema fuera el concepto de razón promovido en el siglo XVIII y sostenido hasta aquí. Su propuesta de que en el arte está la solución no es ninguna solución, porque el arte mismo puede degradarse y corromperse, al ser expresión de su creador, que está sujeto a la degradación y corrupción.
Hace casi dos mil años el apóstol Pablo describió magistralmente, en el capítulo 1 de la carta a los Romanos, la tendencia autodestructiva, no en tal o cual civilización, sino en la sociedad humana en general. La raíz de dicha tendencia es la negativa de la voluntad del hombre a reconocer a Dios, negativa que intenta justificar mediante la argumentación racional, lo que presupone el envanecimiento y oscurecimiento de la razón, que acaba por reprobar lo bueno y aprobar lo malo, quedando el ser humano atrapado en un estado de contradicción letal que le lleva a la destrucción. Una autodestrucción de la que no hay otra posibilidad de escape más que por el evangelio, el cual contiene el rescate de nuestra voluntad y de nuestra razón por medio de Jesucristo, el Dios-Hombre que sufrió las consecuencias de nuestra autodestrucción para que seamos libres de la misma.
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