La adopción de Dios no solamente es infinitamente más excelente que la humana sino que también es de un alcance mucho mayor.
La adopción es el acto legal por el que una persona recibe como hijo al que no lo es naturalmente. Se trata de un acto libre y voluntario por parte del adoptante y tiene carácter permanente. Hay varias características que la adopción conlleva. La primera es el nombre, esto es, el apellido. Supone una identidad por la que el adoptado va a ser reconocido por otros y se va a reconocer a sí mismo. También supone una vinculación a la familia a la que ahora pertenece. La adopción también indica relación, en la que entran los aspectos afectivos recíprocos, las responsabilidades de tipo material y educativo y los derechos, entre los cuales está la herencia.
Uno de los nombres que Dios tiene es el de Padre, el cual no es simplemente un título honorífico, pero desprovisto de contenido, sino que responde a la realidad. Hay dos maneras en las que Dios es Padre, una por vía de generación y otra por vía de adopción. Dios es Padre al haber engendrado al Hijo, al que se llama unigénitoi, designación que hace referencia al acto mismo de la generación y también a que es una generación única. Esta generación no tiene equivalencia ni semejanza con ninguna otra y además no es temporal sino que es eterna, de modo que Dios siempre ha sido Padre de este Hijo.
Pero además de esta clase de paternidad, Dios también es Padre por vía de adopción y eso tiene que ver con la manera en que nosotros podemos llegar a ser hijos suyos. Pero aquí se presenta un obstáculo formidable y humanamente insalvable. Y es que los candidatos a ser adoptados tienen un enfrentamiento personal con Dios. Es decir, mientras que en la adopción humana no hay ningún problema personal entre el adoptante y el adoptado, en la adopción divina hay tres grandes impedimentos por parte de los candidatos: Son transgresores de la ley de Dios, son esclavos de esa transgresión y son enemigos de Dios a causa de la misma. Antes de que la adopción sea efectuada hay que resolver estos descomunales impedimentos. Si la adopción humana es un acto libre y voluntario por parte del adoptante hacia el adoptado, la adopción divina, teniendo en cuenta dichos impedimentos, es un acto en el que destaca la gracia de Dios, al adoptar a quien, desde el punto de partida, está en su contra.
Los actos previos a la adopción deben ser, pues, la propiciación, para que las justas demandas de la ley rota sean vindicadas y satisfechas, la redención, para que el esclavo transgresor sea liberado, y la reconciliación, para que su estado de enemistad sea cambiado. Evidentemente estos actos no los puede efectuar cualquiera y aquí es donde Dios mismo, el adoptante, ha provisto la solución, de otro modo imposible, para los candidatos a ser adoptados. Esa solución viene a través del Hijo, quien es propiciaciónii, rescateiii y reconciliacióniv.
Pero a diferencia de la adopción humana en la que el adoptado es totalmente pasivo en todo el proceso, en la adopción divina hay dos requisitos imprescindibles que el candidato debe poner de su parte, que son el arrepentimiento y la fe. Por el primero reconoce su estado de perdición y alejamiento de Dios, volviéndose a él. Por el segundo da crédito y confía en la promesa de salvación que Dios ha depositado en su Hijo.
Del mismo modo que la adopción humana conlleva una serie de características, así ocurre con la divina. Hay un nombre que se otorga al adoptado, que es el de hijo de Diosv. Históricamente la nomenclatura empleada para designar la filiación era ‘Fulano hijo de Mengano’, que hasta el día de hoy sigue vigente en algunas sociedades. Dependiendo de la categoría del padre así era la del hijo. Pues bien, la designación de hijo de Dios eleva la categoría del adoptado al máximo nivel, por la categoría del Padre. Hay una relación que se establece, siendo Dios invocado como Padrevi, lo cual supone una vinculación filial por la que el adoptado está acogido y abrigado por el cuidado y amor de Dios. En esa relación va incluida también la disciplina, esto es, la formación del carácter y personalidad del adoptadovii. También hay una herencia que va ligada a la adopciónviii, que no es temporal ni terrenal sino celestial.
Pero la adopción de Dios no solamente es infinitamente más excelente que la humana sino que también es de un alcance mucho mayor. Los padres adoptivos no pueden modificar la naturaleza que ya trae el hijo adoptivo, pero en la adopción divina Dios dota de una nueva naturaleza al adoptadoix. Pero va más allá aún, al otorgarle su propio Espíritux, el Espíritu del Hijo, que es el medio idóneo para que pueda relacionarse con Dios como hijo. Mientras que la adopción humana está limitada, como todas las demás cosas, al lapso de esta vida, la adopción divina perdura más allá de la muertexi, porque la resurrección tiene como propósito hacer que esa adopción sea integral y eterna.
Hay un dicho popular en España: Todos somos hijos de Dios. Se usa en situaciones cuando hay una desigualdad injusta entre personas, apelando a su igualdad. En ese sentido la frase es verdadera. Pero si se entiende que ser hijo de Dios es una condición natural es totalmente falsa. La condición natural que tenemos es la de ser hijos de iraxii, esto es, hijos de la condenación de Dios.
Todos somos hijos de Dios, es la presunción humana.
Todos somos hijos de ira, es la justa sentencia divina.
Podemos ser hijos adoptivos de Dios por medio de Jesucristo, es la buena noticia del evangelio.
i Juan 1:18
ii 1 Juan 2.2
iii Marcos 10:45
iv Romanos 5:10
v 1 Juan 3.1
vi Gálatas 4:6
vii Hebreos 12:7
viii Romanos 8:17
ix Juan 1:13
x Romanos 8:15
xi Romanos 8:23
xii Efesios 2:3
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