El caso del estadounidense Dan Jansen es impresionante: fue cuarto en 1000 metros patinaje en los Juegos Olímpicos de Invierno celebrados en Sarajevo. Cuarto de nuevo en los celebrados en Calgary, aunque esta vez fue toda una heroicidad que compitiera, porque su hermana había muerto el día anterior; cuarto de nuevo en Albertville, y en ese momento todo el mundo creyó que su carrera deportiva se había terminado. Cuando llegó a los Juegos de Lilehammer, un gran amigo le dijo: «Relájate y disfruta simplemente patinando, no pienses en nada más». Dan ganó el oro cuando nadie lo esperaba. Aprendió a correr sin ningún peso añadido.
Una vez más encontramos una imagen deportiva en Hebreos 12:1: «Por tanto, puesto que tenemos en derredor nuestro tan gran nube de testigos, despojémonos también de todo peso y del pecado que tan fácilmente nos envuelve...». Esta vez la enseñanza tiene que ver con algo muy concreto y sencillo: para correr bien tenemos que despojarnos de todo peso y de todo pecado. Creo que todos tenemos claro lo del pecado. La Palabra de Dios es muy clara siempre: si algo nos separa de Dios y nos destruye, es malo. Tenemos que huir de todo eso.
Lo que nos resulta más difícil de comprender es a qué se refiere cuando habla de
peso. No necesariamente tiene que ser algo malo, incluso puede ser algo bueno, pero que nos impide llegar a la meta. Ningún corredor lleva un
peso encima durante la competición, por mucho cariño que le tenga a lo que está llevando.
Muchos de nuestros
pesos tienen que ver con nuestro carácter: cosas que nadie sabe, recuerdos del pasado que tenemos grabados en nuestro corazón, o debilidades contra las que siempre creemos que no podemos luchar.
A veces un peso es una simple etiqueta que a alguien se le ha ocurrido colgarnos y que jamás podemos llegar a olvidar: «Nunca ganarás nada», «Siempre lo estropeas todo», «No puedes hacerlo», «Eres demasiado débil», «Hablas poco», «Hablas demasiado»... Podemos mencionar cientos de frases. Nos las han dicho, las hemos asumido dentro de nosotros, y con eso permitimos que nos señalen para toda la vida.
Nuestro pasado también puede ser un peso. Quizás algo que ha ocurrido nos ha marcado para siempre, y no somos capaces de perdonarlo o de olvidarlo. Nuestro presente puede ser el mayor enemigo si nos consideramos demasiado jóvenes, o demasiado viejos, muy poco o demasiado preparados. ¡Siempre estamos preocupados por algo! Esa preocupación es el peor peso que podemos llevar encima.
La opinión de los demás es uno de los pesos más difíciles de olvidar: querer ganar para demostrar algo, intentar hacerlo todo bien delante de alguien determinado (¡o de todos!) o simplemente que los otros vean lo que realmente somos puede llegar a paralizarnos. Otros pesos tienen que ver con el tiempo que le dedicamos en nuestra vida a situaciones y cosas que no son imprescindibles. Demasiado tiempo con la televisión, en Internet, tiempo perdido de cualquier manera...
No es una lista cerrada. Tú mismo sabes los pesos que te impiden disfrutar de lo que Dios te regala en la vida. Tú tienes que tomar la decisión de despojarte de todo lo que arrastras para poder vencer.
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