Son aquellas personas que cambian la opinión de los que les rodean o les siguen.
Una palabra siempre tiene fuerza y es importante. Nuestro léxico nos presenta ante el prójimo o nos despide del mismo. No estamos solos, hablamos cuando reconocemos al otro. No es “yo”, ni “gracias”, ni “adiós” sino “papá” y “mamá” los primeros términos que balbucea un bebé. ¿Cuáles serán nuestros últimos vocablos? Los que han experimentado que la vida se les va, buscan rápido la oportunidad de expresar sus últimas voluntades para decir aquello que no se habían atrevido hasta entonces, quizá “perdón”, “lo siento”, “te quiero”, “gracias por estar aquí”, “cuida de...”, o “siento paz...”; pero también ocurre lo contrario, la tristeza, el temor y la preocupación devoran nuestras palabras y las encarcelan cerrando las rejas de nuestros labios. Aun así, no podemos evitar ese monólogo interno que nos aísla en la falacia de una soledad ficticia, ya que, en realidad, nunca estamos solos.
Juan comienza el primer capítulo de su evangelio diciendo que “en el principio era el Verbo”. Este adoptó la sustancia del ser humano para tomar un Nombre sobre todo nombre; pero como esto de la morfología es harto complicado, pensó “cambiaré mi N por una H”; así, pasó de Nombre a Hombre. Jesús, el Hijo de Dios habitó entre nosotros, no para juzgar ni criticar sino para amar. El Hijo del Hombre puso el listón muy alto: todo lo que pienses, todo lo que sientas, todo lo que quieras, todo lo que digas o todo lo que hagas: dice algo bueno o algo malo de ti hacia los demás, bendice o maldice.
Me gusta hablar con los jóvenes sobre la importancia de lo que expresamos. Siempre me han llamado la atención los versículos que enfatizan la fuerza que tiene la palabra: “La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos”. Conozco a personas que siembran vida a través de lo que hablan, y otras que no. Unos sanan y levantan el ánimo del prójimo porque van quitando hierro al asunto; otros están siempre de obras, llenos de polvo, listos para volcar sobre ti los escombros acumulados del último muro que derrumbaron a martillazos.
Los influencers son personas que cambian la opinión de los que les rodean o les siguen. Son líderes de opinión o expertos en algún tema. Las grandes empresas quieren que sean ellos los que digan con su propia boca, a viva voz, las ventajas que tienen las marcas que nos venden. No basta una imagen, aunque el dicho diga que más vale una imagen que mil palabras. El famoso tiene que salir a escena, hablar y decir o insinuar que esa marca es la mejor y, en consecuencia, a ti también te convertirá en el mejor.
Entre los adolescentes y los jóvenes, los youtubers ejercen una influencia poderosa. En España contamos con algunos de los más reconocidos. Por ejemplo, ElRubius tiene más de 21 millones de seguidores en todo el mundo. Si te interesa, te dejo algunos enlaces sobre los mejores youtubers del 2016. Los temas que tratan son variados: videojuegos, aspectos “graciosos” de la vida cotidiana, o críticas al sistema (educativo, laboral, etc). Es muy probable que después de ver alguno de sus vídeos te venga a la mente Proverbios 10:19.
“Predicar”, según el DLE, es “publicar, hacer patente y claro algo”, también “contar algo de una persona o una circunstancia”. Básicamente, es a lo que se dedican estos jóvenes influencers. En la historia de la humanidad siempre han existido voces que han proclamado un mensaje paralelo al de la Palabra. En la Antigüedad fueron los filósofos, en la Edad Media los monjes, en la Moderna los científicos, escritores, poetas y pensadores. En la actual, Posmoderna y contemporánea, los influencers son los nuevos predicadores del mundo; y sus seguidores sus discípulos. Lo que más les gusta de ellos no es tanto lo que cuentan sino cómo lo hacen. La forma predomina sobre el contenido. Utilizan un lenguaje rápido, fluido, muy enérgico y entretenido. Dan la sensación de que improvisan.
Julián Treasure afirma que la voz humana es el instrumento que todos tocamos. En este sentido es muy poderoso. También menciona que cuando hablamos podemos cometer 7 pecados capitales: el chisme, juzgar, la negatividad, la queja, las excusas, la exageración, la mentira o el dogmatismo. Por otra parte, defiende que todos podemos impactar con nuestra manera de hablar si partimos de la honestidad, la autenticidad, la integridad y el amor. Cada uno podemos auto-evaluarnos y re-conocer cómo usamos nuestras palabras: con qué fin.
Pamela Meyer defiende que la mentira es un acto cooperativo. Es decir, que no tiene fuerza en sí misma sino que su poder surge cuando alguien más decide creerla. “Nos gusta” que nos engañen porque se acorta la brecha entre nuestros deseos o fantasías y quiénes somos en realidad.
Los predicadores del mundo generan opinión, potencian la audiencia y, lo más importante, conectan a miles de personas en torno a una idea, a una marca, a un propósito, o a un estilo de vida con el que el usuario final, el receptor, se identifica mucho: la idea de pertenencia a un grupo mayor. No estoy solo, no soy solo yo. Soy más importante porque pertenezco a este grupo, sigo a esta gente.
Catherine L’Ecuyer afirma que “nosotros éramos hijos de nuestros padres, pero nuestros hijos además lo son de su época”. Nuestra identidad venía de lo que nuestros padres eran o hacían. No ocurre lo mismo en las nuevas generaciones, por el contrario, cada vez son más los padres que siguen el modelo de sus hijos.
La actual generación es adicta al ruido. El silencio le asusta porque abre los oídos de la conciencia. Conceptos como fidelidad, humildad, pureza, verdad o generosidad han perdido demasiado peso: están en los huesos. ¿Sigue siendo su “sí” un sí y su “no” un no “hasta que la muerte nos separe”? No se respeta el turno de palabra porque se padece verborrea. Me aburro. Me aburres. Me aburren. Me, me, me. Be, bee, beee. ¡Qué importante es aprender a escuchar!
Decía Einstein que la clave del éxito es trabajo, más juego, más silencio. El entretenimiento debe estar, pero no debe ser el centro de todo. Necesitamos también tiempos de reflexión y silencio para asentar lo que hemos aprendido. ¿Y qué decir del trabajo? ¿Cuántas veces estamos dispuestos a equivocarnos con tal de que aprendamos? Thomas Edison probó más de diez mil veces hasta dar con la fórmula de la luz eléctrica.
Cada etapa de la vida tiene su clave, lo sé. Una llave que te permite abrir la puerta, cruzarla y caminar hasta la siguiente para volver a mirar por la mirilla mientras escuchamos y escuchamos y volvemos a escuchar para poder hablar y recordar lo que hemos aprendido. Madurar lleva su tiempo, hay muchas puertas por las que pasar. Los bebés cruzan una cuando controlan sus esfínteres. Los niños (y los adultos) también cuando controlamos nuestra boca.
Todos queremos tener hijos agradecidos, reflexivos, con capacidad para ver más allá de lo que se aprecia a primera vista; pacientes, dispuestos en lo cotidiano, sin importar lo que dicten los demás, personas que se den al prójimo y sepan salir de sí mismas. Los creyentes, además, hijos contemplativos y abiertos al misterio, dispuestos a cruzar la puerta más grande de todas: Jesús.
Influencers, youtubers, líderes de opinión... Escritores, poetas, filósofos... ¿En torno a qué o quiénes giran nuestras conversaciones? ¿Construimos o destruimos cuando hablamos? ¿Escuchamos? ¿A quién tomamos como modelo? Para mí solo hay un Nombre sobre todo nombre, y está en La Palabra.
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