El Credo Apostólico nos introduce a un tema que en nuestros días es de capital importancia: la doctrina de la Iglesia del Nuevo Testamento.
El credo Apostólico es una fórmula breve que contiene una completa declaración de fe. La tradición más antigua dice que el Credo fue redactado por los propios apóstoles.
Existen dos importantes documentos al respecto. Uno se encuentra en la Didascalia siríaca, y proviene del siglo segundo. Dice: "Temiendo que la Iglesia cayera en herejía, nosotros, los doce apóstoles, reunidos en Jerusalén y habiendo examinado lo que importa hacer, nos ha parecido a todos unánimemente escribir esta Didascalia universal para la confirmación de todos vosotros, y hemos establecido y decretado que roguéis a Dios Todopoderoso, y a Jesucristo y al Espíritu Santo, y que uséis de las Santas Escrituras, y que creáis en la resurrección de los muertos, y que gocéis de todas las criaturas con acción de gracias".
El otro es un escrito de Rufino de Aquileya, escritor cristiano del siglo cuarto. En su comentario al "Símbolo Apostólico" -nombre con el que también se conoce al credo- dice: "Nuestros padres atestiguan que después de la Ascensión del Señor, cuando el Espíritu Santo descansó sobre cada uno de los apóstoles en figura de lengua de fuego (para que pudiesen hacerse entender en todas las lenguas), recibieron del Señor la orden de separarse, para que una vez separados, no enseñasen una doctrina diferente a los que intentaban instruir en la fe de Cristo... Por diferentes razones, muy justas, quisieron que esta regla fuese llamada "Símbolo"."
El texto completo del Credo, que conocemos desde nuestros días escolares, dice así:
Creo en Dios Padre,
Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra.
En Jesucristo su Único Hijo,
Nuestro Señor,
Que fue concebido
por obra y gracia del Espíritu Santo
Y nació de Santa María Virgen.
Padeció bajo el poder
de Poncio Pilato.
Fue crucificado, muerto y sepultado.
Descendió a los infiernos.
Al tercer día resucitó.
Subió a los cielos.
Y está sentado a la diestra
de Dios Padre Todopoderoso.
Desde allí ha de venir
a juzgar a los vivos
y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo.
En la Santa Iglesia Universal.
En la comunión de los santos.
En el perdón de los pecados.
En la resurrección de la carne.
En la vida perdurable.
Amén.
El Credo o Símbolo Apostólico tiene doce proposiciones. Puede dividirse perfectamente en tres partes: primera, Dios; segunda, Jesucristo; y tercera, el Espíritu Santo, la Iglesia y el más allá.
Este temario del Credo Apostólico nos introduce a un tema que en nuestros días es de capital importancia: la doctrina de la Iglesia del Nuevo Testamento. En aras de un ecumenismo más sentimental que bíblico, más aventurero que razonado, se están negando los grandes dogmas del Cristianismo. Lo que se pretende hoy es unir grandes cantidades de personas en manifestaciones religiosas, sin importar lo que cada cual crea. Y esto, desde el punto de vista bíblico, es un error.
No obstante el auge material y el bienestar económico de nuestra época, el hombre continúa buscando los valores espirituales perdidos. La religión está de moda. Lo religioso continúa ejerciendo un importante papel en el mundo de hoy. Los congresos y conferencias que se celebran a diario en todo el mundo son buena muestra de ello.
El gran fallo de estas concentraciones de masas y de líderes religiosos es la poca o ninguna importancia que conceden a la doctrina de la Iglesia. Aquí la doctrina se sacrifica en aras del sentimiento, que, en muchas ocasiones, no pasa de ser mero sentimentalismo. El lema de estas reuniones es el amor de los unos a los otros, sin importar lo que cada cual crea o deje de creer.
¡Tremendo error! El Cristianismo es la religión del amor, sin duda. Ninguna religión enfatiza tanto la práctica del amor como el Cristianismo de Cristo. Pero el Cristianismo tiene también una doctrina que es preciso creer y obedecer. La importancia de esta doctrina está suficientemente señalada en las siguientes palabras de Cristo: "No todo el que me dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos" (Mateo 7:21).
Este no es lugar para la multiplicación de citas bíblicas ni para disquisiciones teológicas. Pero sí es el lugar donde debemos aclarar que la voluntad de Dios no se ejecuta tan sólo pronunciando su nombre y diciendo que amamos a nuestro prójimo. La voluntad de Dios tiene otras exigencias mucho más graves y profundas.
Tanto en las predicaciones de Jesucristo como en las actividades de la primera comunidad de cristianos, la doctrina de la Iglesia novotestamentaria ejercía un papel primordial. Y debe ser así también hoy. No se puede reducir la doctrina de la Iglesia a un abrazo universal, superficial casi siempre. La doctrina está íntimamente relacionada con la voluntad de Dios. Por eso digo que en toda búsqueda sincera de Dios, ¡la doctrina también cuenta!
La falta de atención que se está concediendo a la doctrina de la Iglesia está teniendo como consecuencia una actitud atea dentro de las propias congregaciones cristianas.
El ateo de la era espacial no es el ateo de los siglos XVIII y XIX. El ateísmo de Hegel, Kant. Voltaire y otros era un ateísmo esencialmente materialista. Hoy están los papeles invertidos. Es el Cristianismo el que está siendo invadido, en todas sus estructuras humanas, por el veneno materialista, mientras que el ateísmo se está haciendo cada vez más espiritualista. El mayor número de ateos no se encuentra hoy en los países del antiguo bloque comunista, ni tampoco en las naciones calificadas de paganas. Está en los pueblos cristianos, en la América que habla la lengua de Cervantes y que un día fue catolizada con la cruz y la espada, en esa otra América de idioma inglés cuyas ciudades se fueron formando a la sombra de la Biblia.
El ateísmo de hoy lo tenemos dentro de la religión. Se vive con más intensidad que la fe a la que se pertenece. Es un ateísmo que ha invadido la teología actual y que está matando casi por entero la vida de las congregaciones cristianas.
Los ateos con quienes tenemos que enfrentarnos hoy son esos teólogos que anuncian la muerte de Dios y que tratan de deslumbrarnos con unas teorías que ellos llaman científicas, progresistas y renovadoras, como si la vida de Dios dependiera del desarrollo científico, del progreso humano o de la renovación ideológica. Pobres víctimas de una democracia enfermiza, no acaban de comprender que un Dios muerto, sin vida que comunicar, sólo vale como figura de museo, por lo que el hombre se encontraría otra vez huérfano en este gran desierto terrenal.
Los ateos que deben inquietarnos en estos tiempos son los predicadores de la religión; esos hombres que nos presentan a un Dios impersonal, que nos hablan de un Cristo social, que nos dicen que nuestra esperanza y la del mundo están en la práctica de un humanismo sin contenido metafísico, un humanismo que empieza afirmando que el hombre es dios en el mundo y termina abandonando al hombre en un mundo sin Dios.
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