La presencia de Dios tiene un significado vital y dinámico que anula la angustia.
Señor director:
“Protestante Digital” lo fundamos usted y yo hace más de diez años. Solo nosotros escribíamos en los primeros boletines. Ahora tiene usted unos cien colaboradores que, como yo, escriben gratis, por amor a este importante ministerio mediático. Tengo una pregunta: antes de publicar los muchos artículos que recibe, ¿los lee? En caso afirmativo debe recordar que la pasada semana, al concluir mi trabajo sobre la angustia, dejé escrito que hoy escribiría un segundo artículo sobre la angustia en la Biblia.
Aquí interpreto la angustia representada por personajes que destacan en páginas de la Escritura divina.
En Job se da esa angustia vital a la que concedí espacio en mi artículo anterior. Con palabras semejantes a las del profeta Jeremías, Job se pronuncia en contra de la existencia como lo haría Kierkegaard o Camus en nuestros tiempos. Léalo conmigo, director: “abrió Job su boca y maldijo su día. Y exclamó Job y dijo: perezca el día en que yo nací… ¿por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre?” (Job 2:1-4 y 11-13).
Como cualquier hombre angustiado en Madrid, París, Londres o Nueva York, Job se siente arrojado en medio de un mundo inhóspito y cruel, que carece de sentido. Afortunadamente para él, no es el final del drama. En la región vecina de la angustia se encuentra la esperanza. Y Job concluye su autobiografía proclamando la solución a su angustia vital.
Lo de Adán es una angustia trascendente. El miedo que siente ante la interrogación del Ser Divino en el paraíso arruinado pone de manifiesto su angustia ante la trascendencia del acto que acababa de realizar. El miedo de Adán no es miedo a Dios, ni al castigo de Dios, es miedo a sí mismo, miedo y angustia al pasar de colaborador a rival de Dios.
A uno de sus hijos, Caín, le ocurre lo mismo que a muchos homicidas. Le invade la angustia después de matar. Y no se la oculta a Dios. La reconoce. La teme. Confiesa al Creador: “grande es mi castigo para ser soportado” (Génesis 4:13-14).
A Caín no le oprime el remordimiento. Ni un solo síntoma de arrepentimiento. Su preocupación se centra en el futuro. Le asusta la posibilidad de que alguien lo encuentre en un paraje solitario y lo mate para vengar a Abel. Y con esa carga de angustia vive el resto de su vida.
Moisés es distinto. Lo suyo es un sentimiento de angustia, una angustia limpia, sin mancha de pecado, angustia ante la aparición del Divino, hecho que sirvió a Emilio Castelar para la composición de una sobresaliente pieza oratoria.
Desde luego, amigo director, el espectáculo “tiene el sentimiento de lo tremendo, lo angustiante, espantoso, horrible, fascinante, atrayente, arrebatador, sugestivo”. “Moisés hablaba y Dios le respondía con voz tronante” (Éxodo 19:16-19). En aquél entonces Moisés no comprendió que cuando Dios se nos acerca no es para angustiarnos, sino para liberarnos de la angustia.
Ese tipo de angustia que invadió el alma de Moisés, los psiquiatras y sicólogos suelen definirla como angustia intraanímica. Es el sentimiento de miedo que invade al ser humano en su encuentro con lo trascendente. Otros dos hombres bíblicos son representativos de esta angustia intraanímica: el profeta Isaías y el apóstol San Juan. Estando en el templo el año que murió el rey Uzías, el profeta fue objeto de una visión en la que vio al Señor “sentado sobre un trono alto y sublime”, rodeado de serafines que proclamaban Su santidad al grito de “santo, santo, santo”.
El profeta quedó aterrado ante la majestad de Dios y le invade un sentimiento de angustia próximo a la muerte. Exclama: “¡Ay de mí, que soy muerto” (Isaías 6:1-7). Dios le muestra que ante Su presencia nadie está muerto. Que Él borra el dolor de la angustia con un toque simbólico de purificación.
Algo parecido le ocurrió a San Juan cuando estaba desterrado en la isla de Patmos “por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo”. Un domingo es arrebatado por una visión en la que ve al Cristo resucitado. Su rostro “era como el sol cuando resplandece en su fuerza”. La reacción de San Juan fue parecida a la del profeta Isaías. Cuenta él mismo: “cuando le vi, caí como muerto a sus pies” (Apocalipsis 1:17).
La presencia de Dios tiene un significado vital y dinámico que anula la angustia. El Señor mira hacia ese rincón del alma donde Él actúa y quiere que le devolvamos una mirada limpia, no empañada por el miedo y la angustia. Dios quiere y puede sustituir todos los miedos de muerte por su paz celestial.
Señor director: Tengo en proyecto para “Protestante Digital” comentar uno a uno diez libros, de otros tantos autores, sobre María Magdalena.
¡Qué mujer!
¡Qué gran mujer!
Y qué mal la han tratado casi todos, o todas las interpretaciones cristianas. Han seguido los dictados de la iglesia católica y, confundiéndola con la mujer que aparece en el capítulo siete de San Lucas en casa de un tal Simón fariseo, donde también se hallaba Jesús, han esparcido por los vientos la falsedad de que María Magdalena era prostituta.
Nada más lejos de la verdad.
Esta mujer joven, perteneciente a una rica familia de Magdala, era pura en cuerpo y alma. El problema que la acosaba era una enfermedad calificada de diabólica, de la que Cristo la liberó. Pero una enferma no tiene que ser confundida con una prostituta. ¿Está usted de acuerdo o no, director?
La Magdalena es un fiel ejemplo de la angustia que invade ante la posibilidad de la nada divina.
En el huerto de la resurrección, cuando María confunde a Cristo con el hortelano, le dice dolorida: “se han llevado a mi Señor, y no se dónde lo han puesto” (Juan 20:12-15).
No existe angustia más aterradora que esa: que se nos lleven a Dios. Que no sepamos dónde está. Cuando Dios desaparece de nuestra vida y no lo encontramos en ninguno de los cuatro puntos cardinales, como le ocurría a Job, sólo nos queda la nada.
El gran novelista norteamericano Ernesto Hemingway, quien se mató de un tiro de escopeta en julio de 1961, dejó escrito un pequeño cuento titulado “En un lugar limpio y bien iluminado”. Aquí reinterpreta el Padrenuestro desde el punto de vista de la angustia ante la nada. Esto escribió:
“Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada y hágase tu nada así en la nada como en la nada. La nada nuestra de cada día dánosla hoy, y perdona nuestras nadas así como nosotros perdonamos a nuestras nadas. Y no nos dejes caer en la nada, más líbranos de nada; pues nada”.
¿Nada ante la muerte? ¿Morimos como muere el perro, el burro, el cerdo? ¿Desaparecemos definitivamente en la nada?
¿Nada en la vida? Dios con nosotros, la esperanza de gloria. Nuestra ceguera espiritual nos impide ver las maravillas de Dios. María Magdalena tenía a Cristo ante ella y no le reconocía.
No hay otra alternativa. O admitimos la existencia de Dios y nos abrazamos a Él o nos perdemos en la angustia de la noche sin calor, sin cercanía, con sólo el grito de la desesperanza.
He terminado, señor director. Páselo bien.
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