La depresión

Señor Director:

La medicina es una ciencia. Por lo mismo usted, médico, es un científico.

Yo soy literato.

Mi único ejercicio de medicina es el pinchazo de Heparina que me doy en la barriga, cuatro dedos arriba o abajo del ombligo, cuando abordo un vuelo que va a tardar unas diez u once horas en llegar a su destino. Lo hago en cualquier lavabo del aeropuerto donde me encuentre. Me lo recomendó mi traumatólogo, el que me operó en el Hospital del Henares de la rodilla izquierda, con prótesis incluida. Según él, esto evita la posible coagulación de la sangre, tantas horas sentado. Temo que un día pueda ocurrir lo contrario: que la sangre se licúe de tal forma que los pasillos del avión se decoren de alfombras rojas.

¿Por qué le cuento todo esto? Porque estoy escribiendo a usted sobre la depresión, asunto más suyo que mío. Aunque no sé. Como escritor atento a los problemas que nos afectan hoy, siempre he tenido interés en este tema. Y a lo largo del tiempo he logrado reunir una importante colección de libros que tratan el mal. Escribo de la depresión como usted, médico, puede entrar en mi terreno y disertar sobre Cervantes o Machado, Voltaire o Tolstoi. Nada se lo impide. Nadie.

Considerada como el azote del siglo XXI, se le ha llamado también “la enfermedad del siglo”; la depresión no es nueva. A usted, que tiene la Biblia como libro de cabecera, le pregunto: el miedo que sintió Adán después de la caída y la huida de Dios, ¿no fueron motivados por la depresión? ¿No sufrieron severos ataques de depresión hombres tan destacados en la historia de Dios como Job, Elías, David y Jeremías entre otros prohombres de la Divina Escritura? ¿Qué fue lo que llevó a Noé a agarrar la primera borrachera de la historia, no fue la depresión?

La depresión, como los caballos del Apocalipsis, galopa hoy por todos los rincones, sembrando los pueblos de estos males del alma y de la mente. De los 7.300 millones que habitan hoy la tierra, unos ochenta millones padecen el mal. Las estadísticas más conservadoras indican que España cuenta con unos cinco millones de hombres y mujeres, poco más del diez por ciento, enfermos de depresión.

Es un error creer que la depresión sólo la padecen los altos ejecutivos y las personas de mucho dinero. La depresión habita en todas las capas de la sociedad, como lo leemos a diario. En obreros de las fábricas, en empleados de oficinas y comercios, y también la padecen los niños.

Los psicólogos especializados en población infantil afirman que los niños pueden caer en períodos de depresión por cuatro causas principales.

Una: miedo a los animales. No a todos los niños les gusta acariciar al gatito o pasear al perrito. Existen niños que tienen fobia a estos animalitos. Los padres deben comprenderlos y respetarlos, sin insistir en que el perro no le va a morder ni el gato le va arañar. Es sencillo, no quieren ver a un perro ni a un gato junto a ellos. Si se les obliga, pueden caer en depresión.

Dos: miedo al castigo. No se debe amenazar al niño ni a la niña. Madres que agobian a los niños con palabras como estas: “como no te portes bien te voy a dar”. “Si vuelves a hacer eso prepárate”. “Ya verás cuando venga tu padre del trabajo lo que le voy a decir, y él se las entenderá contigo”.

De acuerdo, la amenaza no es un castigo, es intención de castigar. Pero hay niños que caen en depresión ante el temor de que un día la amenaza se torne en castigo real.

Tres: el fracaso escolar. Usted, como yo, habrá leído de niños que con notas malísimas no se han atrevido a presentarse en casa y han optado por el suicidio. Casos aislados, pero se han dado. Yo tengo algunos registrados en mis archivos.

Todos los padres quieren que sus hijos lleguen a Premio Nobel. Pero si no les gusta estudiar no hay que obligarles. La sociedad necesita también albañiles, carpinteros, mecánicos, camareros, panaderos, etc. etc. ¿No lo ve usted así, señor director?

Cuatro: Otra causa que motiva la depresión de los niños es el divorcio de los padres. Usted, como tantos de nosotros que nos sentimos preocupados por el constante aumento de las rupturas matrimoniales, estamos habituados a que hombres y mujeres digan: nos hemos separado, pero nuestros hijos lo llevan bien.

¡Qué van a llevarlo bien! Lo llevan fatal. Pero ¿qué pueden hacer las criaturas? Aceptan convertirse en balones de futbol, de una portería a otra, una semana con papá, otra semana con mamá. El bioquímico alemán Frederic Vester señala que el divorcio o separación de los padres sume a muchos niños en la depresión.

A todo esto, señor director, ¿por qué el infierno de la depresión se ha instalado en el mundo, especialmente en la sociedad occidental? Las causas exigirían tres o cuatro artículos como este. Aun así no quiero despedirme sin apuntar algunas de ellas.

La masificación. Vivimos hacinados en inmuebles que son auténticas colmenas.

La deshumanización. La técnica ha mejorado nuestra calidad de vida. Nos estamos tecnificando, atomizando, pero al propio tiempo nos estamos deshumanizando.

El materialismo. Se vive solo del cuerpo, para el cuerpo. Cuerpos bellos para ellas, cuerpos hercúleos para ellos. Pero nada para el alma.

Cambio de valores. Los valores tradicionales ya no cuentan. Hoy todo está bien. Impera el yo, me, moi. Lo demás, a mi plin.

El consumismo. La lucha constante por tener más que el vecino. Vivir por encima de las posibilidades. Oídos abiertos a las ofertas: compre, consuma, aquí damos más, y más merece usted.

Los problemas económicos. Nos creamos necesidades que tal vez no sean tales. Queremos vivir bien. Al no conseguirlo caemos en la depresión.

La vida familiar. La vida familiar se ha roto. Los padres se divorcian, se separan. Los hijos tiran cada cual por donde mejor lo tengan.

El ruido. La sociedad moderna es una sociedad ruidosa. Ruidos en el piso de arriba, ruidos en el piso de abajo, ruidos en la calle. Dormimos con los ojos cerrados, pero con los oídos abiertos. El sistema nervioso entra en depresión.

¿Conoce usted otras causas, señor director? Si es así, escríbalas. Sé que a este artículo faltan otros puntos, especialmente dos, qué es la depresión y cómo vencerla. Conozco las respuestas. Pero quedarán pendientes para otra ocasión. Esta noche no tengo más ganas de escribir.

Páselo bien, señor director.