El creador de la serie “Homeland”, Howard Gordon, dice que las historias de espías actúan en ese “espacio gris de no saber quiénes son los buenos y quiénes los malos”.
Mi pasión por los relatos de espías nace en la adolescencia, cuando la distancia entre lo que uno aparenta y el mundo que ocultas, se agiganta a pasos descomunales. Como dice Javier Marías, el espía encarna la dualidad del ser humano. Es un mundo oscuro y complejo, donde nada es lo que aparenta. Sus historias nos hacen preguntar quiénes somos, qué es la verdad, dónde está nuestra lealtad y si hay alguien realmente inocente.
Llevo todo el verano con historias de espías. Tras leer el intrigante retrato de Kim Philby que ha publicado Ben Macintyre, he estado en Berlín viendo la serie “Deutschland 83”, para continuar con la tercera temporada de “The Americans” y encontrarme con las memorias de John Le Carré. Este es el tipo de espía que me interesa –no James Bond–. Es la figura del espía maduro y desencantado, que encontramos en las novelas de Graham Greene y Le Carré.
“Todos queremos saber lo que realmente está pasando –dice James Grady, autor de “Los tres días del Cóndor” (1974), el libro que inspiró la maravillosa película de Sidney Pollack y Robert Redford–. Desde que somos niños, nos preguntamos qué hay dentro de la caja, detrás de esa puerta cerrada. Cuando llegamos a la adolescencia, estamos seguros que hay un mundo ahí fuera, más allá de los pasillos del instituto. Y pensamos que saber qué y quién gobierna el mundo real, nos ayudará a vivir nuestros sueños.”
EL ESPÍA PERFECTO
Probablemente no hubo en todo el siglo pasado, un espía tan perfecto como Kim Philby. Es la encarnación del personaje de Chesterton en “El hombre que fue jueves”, el líder de una organización subversiva, tan secreta que la encabezaba el jefe de policía encargado de perseguirla. Durante mucho años, Philby fue el más alto responsable de las investigaciones y conspiraciones del servicio secreto británico contra la Unión Soviética, cuando era el agente infiltrado más importante que tenía la KGB en Occidente. El perseguidor era también el perseguido. El héroe y el traidor se unían en la misma persona.
El libro que ahora ha publicado Crítica, “Un espía entre amigos”, es el impresionante relato de una traición. Su mejor amigo y compañero oficial en el MI6, Nicholas Elliott, había recibido con él, la educación elitista del Reino Unido en Eton y Cambridge. Compartían la misma fascinación por el críquet. Los dos pertenecían a ese tipo de club exclusivo, donde se habla con el acento adecuado y se viste los mismos trajes de tweed, pudiendo beber, sin perder la compostura, aunque estén a punto de caerse al suelo. Su complicidad etílica impedía sospechar a Elliott, que cada palabra que decía, era transmitida a Moscú, por Philby.
Por si fuera poco, Philby se hizo íntimo amigo del jefe de la CIA, Angleton. Como resultado, Philby hunde toda operación anglo-estadounidense durante veinte años. Las sospechas le van cercando, pero él concibe mayores mentiras aún, para proteger su fachada. No es atrapado nunca, porque sus dos mejores amigos nunca le abandonan. Lo que ignoran es que desde 1934, es lo que popularmente llaman un “topo”, un doble espía que sirve a los intereses soviéticos, a la vez que dirige el servicio de inteligencia británico.
VUELVEN LOS OCHENTA
“Deutschland 83” es la primera serie de lengua alemana, que se estrena subtítulada en Estados Unidos, antes que en su nación de origen. Obra de un matrimonio alemán, los Winger, narra la historia de un joven guardia fronterizo de la antigua RDA, que es reclutado a la fuerza por su tía, una dirigente de la STASI, para infiltrarse como ayudante de un alto mando de la OTAN. Su objetivo es informar sobre los planes aliados, respecto al despliegue de mísiles nucleares. Estamos en plena era Reagan y la música es toda una selección del “tecno-pop” de la época, encabezada por el hipnótico “99 Globos” de Nina, que se me pegó como una lapa, estos días en Berlín.
Este ha sido un verano de “revival” de los ochenta. Curiosamente la serie más popular entre adolescentes, “Stranger Things”, es un adictivo producto entre lo paranormal y lo conspiranoico, que recrea cada detalle de los que fueron al instituto a principios de los ochenta. Decía Max Aub, que “uno es de donde ha hecho el bachillerato”. La creación de los hermanos Duffer tiene el acierto de unir la experiencia de los que eran todavía niños con los que entraban ya en la juventud, como era mi caso. Se identifica con el marginado por el acoso escolar y se abre al mundo de lo desconocido, desde esa inocencia que uno ya nunca vuelve a tener.
“The Americans” es otra serie que ha ido ganando adeptos con el tiempo. Es obra de un antiguo agente de la CIA, Joe Weisberg, fascinado por el caso real de unos espías soviéticos que se infiltraron en la vida norteamericana con empleos tapadera e identidad falsa, llegando a formar familias como la que protagoniza esta historia. La vida de este matrimonio pasa por continuos disfraces y fingimientos, pero cobra un extraordinario interés cuando revelan su verdadera ocupación a su hija, que se une a una iglesia protestante, para ser bautizada, cuando sus padres son decididos ateos. La trama recuerda en esto, a la familia de la protagonista de “The Good Wife”, una abogado no creyente, cuya hija también se hace evangélica.
NADA ES LO QUE PARECE
Graham Greene y John Le Carré han escrito las mejores novelas de espías que conozco. No es casualidad que los dos lo fueran. Sabían de lo que hablaban. El error de las teorías conspiratorias es pensar que hay una trama perfecta. Nada sobre la faz de la tierra, lo es. Todos cometemos errores. El poder no escapa a la necedad. El desgaste que trae la tensión, el descuido que viene con el transcurso de los años y la mera estupidez humana, hace que todos tengamos equivocaciones.
Le Carré ha sido siempre un experto en el camuflaje. No suele conceder entrevistas. Y tampoco en las memorias que acaba de publicar Planeta, “Volar en círculos”, cuenta lo que hizo cuando era espía. Ni siquiera explica de dónde viene su pseudónimo –se llama en realidad, David Cornwell–. No sorprende descubrir que su padre fuera un estafador, que pasó por las cárceles de diferentes países. Este arte no se aprende fácilmente.
El autor de “El espía que surgió del frío” fue agente británico en Bonn, durante la Guerra Fría. No revela ninguna de sus fuentes, pero dice que “la regla número uno” que aprendió, es “nada, absolutamente nada, es lo que parece”. Esa duda constante nace de una continua autocrítica, que le hace tomar distancia de su fama. La vanidad que produce el éxito, te lleva al engaño de no darte cuenta de las cosas.
Le Carré en sus memorias, reconoce algunos errores, pero como descubrió su biógrafo, Adam Sisman, sus declaraciones están llenas de contradicciones. Después de escribir setecientas páginas sobre él, Sisman se da cuenta que no es que mienta en sus entrevistas, es que es un experto en borrar las pistas de su pasado. De ahí, la confusión entre lo vivido y lo imaginado. Es por eso que no podemos tomar una autobiografía como la verdad última de ninguna persona. Nuestra memoria es caprichosa. Borra ciertos recuerdos e inventa otros.
LA VERDAD OCULTA
El creador de la serie “Homeland”, Howard Gordon, dice que las historias de espías actúan en ese “espacio gris de no saber quiénes son los buenos y quiénes los malos”. Es por eso que uno puede simpatizar con sus personajes, aunque sean culpables de infidelidad, tortura y traición. Te muestran que “no hay justo, ni aún uno” (Romanos 3:10).
Con el tiempo he llegado descubrir que la ingenuidad es fuente de muchos males. Si confundimos la fe con la credulidad, es porque no nos conocemos a nosotros mismos. No nos damos cuenta de nuestra capacidad de autoengaño (Jeremías 17:9). El mundo cristiano parece moverse por esa regla no escrita que es el fingimiento. Hablamos como si vivimos sometidos a Dios, cuando no es así. Decimos que la voluntad de Dios es esto y otro, cuando es de la nuestra, que estamos hablando.
Fingimos que creemos, cuando en realidad dudamos. Escondemos nuestras debilidades, tras una imagen de perfección, que perpetua la ilusión de algo irreal. Pretendemos tener un matrimonio perfecto y una familia saludable, cuando es tan disfuncional, como cualquier otra. Si te preguntan cómo estás, no dices “mal, ¡gracias!”, porque realmente nadie espera esa respuesta, ni tiene el tiempo o interés, para escuchar otra cosa. Nos relacionamos sobre la base de lo que no somos.
La verdad que escondemos, es que somos un desastre. Nuestra espiritualidad es desordenada. Todos tenemos problemas. Nadie es perfecto. Mantenemos muchos secretos. Lo que pasa es que cuando dejamos de fingir, la burbuja en la que vivimos, estalla en pedazos. Nos enfrentamos a la realidad de nuestra ruina. Esta es la puerta al Reino de Dios, dice Jesús. Cuando confesamos nuestra hambre, sed, lloro, falta y pobreza, es que somos “bienaventurados” (Mateo 5:3-12), o sea aceptados por Dios.
ESPERANZA DEL DESESPERADO
Tenemos que llegar a ese estado de desesperación, para ver que no tenemos nada en esta vida, sino lo que Dios es para nosotros en Cristo Jesús. La gente desesperada no encaja en muchas iglesias. Son personas extrañas y desequilibradas, pero cuando prueban a Dios, no pueden separarse de Él. Si nos apartamos de Dios, es porque no queremos acudir a Él, tal y como somos. Esperamos hasta estar limpios y completos, para buscarle. Creemos que hasta que no ordenemos el desorden, Jesús no va a tener nada que ver con nosotros.
No nos damos cuenta que Dios ama a personas sucias e incompletas, como nosotros. Son estos “bienes dañados”, el “material” que Dios escoge, antes que nosotros elijamos la correcta manera de vivir. Es cuando reconocemos nuestra indignidad y falta de atractivo, que descubrimos el valor que tenemos para Él. Hasta que no reconozcamos nuestro desorden, Jesús no tiene nada que ver con nosotros.
Cristo busca a los perdidos, antes que a los que se han encontrado; a los perdedores, antes que a los ganadores; a los quebrantados, en vez de a los que se muestran enteros; a los desordenados, en lugar de a los ordenados; a los discapacitados, antes que a los que se consideran capaces. Es su gracia, la que nos persigue para acabar la buena obra, que un día ha empezado (Filipenses 1:6). Mientras, ¡“pongamos los ojos en Jesús”! (Hebreos 12:2). El que ha iniciado esta obra, la va a terminar. Entonces, no habrá doble vida. Seremos como realmente somos, en Cristo Jesús.
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