Necesitamos regalar palabras frescas, recién nacidas, descubrir la música que llevan dentro.
Y no reprimas tu palabra cuando puede ser saludable; no encubras tu sabiduría en ocasión en que debes ostentarla.
Tomado de Eclesiástico 4, 23 ó 4,28.
De la misma manera que el cantante Victor Manuel se pregunta desde hace años que a dónde irán los besos que guardamos, que no damos, dónde se va ese abrazo si no llegas nunca a darlo, me pregunto a dónde irán las buenas palabras que guardamos, que no damos, que nacen en nuestro pensamiento y las dejamos morir antes de que salgan de la boca. Cuántas veces callamos por rencor, por complejos, por desidia, por no ver la necesidad real del otro, por envidia, como si enmudeciendo fuésemos a recibir la dosis que ellos necesitan porque también nosotros lo necesitamos.
No nos salen las palabras de halago que atrapamos en nuestra garganta, que aprisionamos entre los dientes para que mueran, para que no puedan colarse por los oídos y hagan el bien y levanten y animen y reconstruyan y aconsejen; palabras que hayan entendido el mensaje de amor, no otras.
A veces nos agarramos, como los profetas, a la antigua convicción de que no sabemos hablar, que no estamos preparados, que no podemos. Pero no es cierto. Una palabra sencilla dicha con cariño tiene todo el poder sanador que el prójimo necesita en su dolor, en sus dudas, sus luchas, en confirmar sus decisiones, en refrescar su desierto y aún más, en acompañar sus alegrías.
Nos saturamos la mente de palabras nonatas que, llenas de valores, luchan por salir de entre las cuerdas vocales y extender su poder, abrir puertas y crear puentes que conmuevan y nos conmuevan.
Necesitamos regalar palabras frescas, recién nacidas, descubrir la música que llevan dentro. Necesitamos llevar las riendas del amor a través de las palabras.
Incumplimos la misión cuando no pronunciamos los mensajes adecuados en el momento oportuno, cuando callamos si es que estamos llamados a hablar, si nos guardarnos los elogios que otros merecen escuchar, si no compartimos nuestras enseñanzas con los demás, nuestra mucha o poca sabiduría.
Destruyamos en nosotros las ganas de construir sepulcros con las palabras abortadas. Al fin y al cabo, ¿qué nos cuesta hacer de nuestra boca un dispensador del bien? La palabra no es algo material que nos cueste regalar sino la entrega de uno mismo al otro.
Finalmente quedémonos con el ejemplo confiado de aquél que dijo: Señor, no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme (Mt 8, 5-13), y el resultado fue regenerativo en todos los aspectos. Somos portadores del mensaje de Jesús.
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