Ni el templo, ni las fiestas solemnes, ni los rituales deben estar por encima del hombre, ni por encima del cumplimiento de la misericordia.
El hombre, en la vivencia de su religiosidad, ha dado mucha importancia al ritual, a la ética de la observancia del rito, a la demostración de signos externos que mostraran la vivencia auténtica de esa espiritualidad. El hombre religioso trabaja continuamente por la interpretación de las jotas y las tildes de la ley, la aplicación de dogmas, el disfrute de las formas y expresiones religiosas. Así ha sido y creo que, todavía, en mayor o menor medida según las distintas confesiones religiosas, así es.
Sin embargo, el observante, el que monta su religiosidad en la belleza o fuerza del ritual, el que intenta cumplir con las normas religiosas escritas o de costumbres, es muy posible que quedara desconcertado ante el posicionamiento de Jesús en torno a toda esta religiosidad de puesta en escena de signos externos.
Jesús, en cuanto a las observancias religiosas antepone el hacer justicia y buscar misericordia. Así nos dice Jesús: “¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas!, porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe”. Jesús no se alinea con los cumplidores de leyes o prácticas rituales, fundamentalmente para los que se quedan anclados en ello, sino que pasa a la necesidad de una vivencia de la espiritualidad cristiana basada en la misericordia, la justicia y la fe.
Jesús tuvo que moverse en un ambiente vertebrado, cargado, articulado y trenzado con estas prácticas como si fueran la base de la vivencia de una espiritualidad sana. A los cumplidores y observantes del ritual vacío de misericordia los condena y los critica radicalmente: “¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y tragáis el camello!”.
En los tiempos de Jesús había muchos símbolos de una religión que se había configurado en torno al rito, alrededor de la observancia de simbologías externas, de signos y señales visibles, concretas y tangibles a los que Jesús daba muy poca importancia. Jesús, en su trabajo por dejarnos esas semillas del reino de los cielos que nos dijo que con su irrupción a la tierra ya estaba entre nosotros, deja en un segundo plano todo tipo de ritualismo o de leyes, normas o costumbres que lo sustentaban.
Para Jesús no había ningún ritual o lugar sagrado montado en el ritual o en las prácticas religiosas. El lugar sagrado por excelencia no es aquel en el que se están haciendo rituales religiosos, no es algún lugar de sacrificios de animales, no es allí donde se cumple con las muchas normativas religiosas que han creado los propios hombres para agradar a Dios. El lugar sagrado por excelencia —algo que ya he dicho en otras ocasiones—, es el hombre, fundamentalmente el prójimo sufriente al que nos debemos en misericordia, amor y puesta en marcha de una fe activa.
Es por eso que Jesús antepone al hombre frente al cumplimiento del día de reposo. El día de reposo se ha hecho para bien del hombre y no a la inversa, pues muchos religiosos creen que el hombre es el que se ha hecho para los cumplimientos de las normas marcadas en el día de reposo. ¡No! El ritual del día de reposo debe quedar supeditado y subordinado al hombre. Por eso va a estar permitido hacer el bien en el día de reposo… aunque nos tengamos que manchar las manos en el servicio al otro retrasando o incumpliendo el ritual.
No, no. Ni el templo, ni las fiestas solemnes, ni los rituales deben estar por encima del hombre, ni por encima del cumplimiento de la misericordia y la puesta en marcha de una fe que actúa por el amor como diría el apóstol Pablo. Ningún ritual vale para nada si estamos de espaldas al dolor del hombre marginado, empobrecido, oprimido o sufriente de la tierra. Aquí se cumplen las expresiones de los profetas: Dios cierra sus oídos y no escucha nada de nuestros rituales cuando estos son insolidarios con el prójimo abusado por los más fuertes. Es entonces cuando se da el silencio de Dios a pesar de nuestros muchos rituales o cultos insolidarios con el hombre empobrecido u oprimido.
Todo el aparato dedicado al ritual se subordina a la práctica de la misericordia con el hombre sufriente. Ni el altar, ni el templo, ni la ofrenda, ni el cilicio o ceniza, ni las genuflexiones tienen prioridad sobre el amor al prójimo. ¡No, no! Si no estás reconciliado con tu hermano, con tu prójimo o si no estás poniendo ante todo la misericordia y la fe actuante, no vayas al templo, no vayas a la iglesia.
Y si vas cargado de tu ofrenda, de tu diezmo, o aún lo superas, tampoco lo entregues. No vale para nada. Dios no va a bendecir esa parte tan importante del ritual. Por eso, si vas a la iglesia, deja allí tu ofrenda delante del altar y sal corriendo aunque algunos piensen que estás loco. Sal corriendo y busca a tu hermano, a tu prójimo. Ten misericordia de él, haz que tu fe actúe produciendo las obras de la fe activa. Luego, ya puedes salir corriendo otra vez y, con tranquilidad de conciencia, presenta allí tu ofrenda para que Dios la bendiga para la obra del Señor.
Dios y sus profetas han mostrado estas líneas correspondientes a la auténtica vivencia de la espiritualidad cristiana. ¿Sabes que en los tiempos de los profetas había creyentes que practicaban múltiples rituales a Dios y se quejaban de que no obtenían respuesta ninguna del Altísimo? Dios callaba ante ese ritual porque eran personas que oprimían a sus trabajadores. Hacían rituales continuos, buscaban a Dios cada día, pero oprimían a sus trabajadores, no albergaban al errante, no daban de comer al hambriento ni vestían al desnudo. Dios rechaza este tipo de rituales insolidarios y muestra su silencio que, en ocasiones grita tanto como la voz más potente amplificada con un gran megáfono.
Es más importante amar al hombre, servirle, compartir con él el pan, la vida y la Palabra, que implicarse en cuerpo y alma en rituales que dan la espalda al dolor del prójimo. Hay que ver todo el ritual a través del prisma de la misericordia, el amor y la fe actuante en medio de un mundo de dolor. Por eso, aunque Jesús no elimina el rito, sí lo relativiza ante la fuerza del amor, de la misericordia y de la fe.
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