Hace años, muchos años, descubrí el secreto de la felicidad. No una felicidad duradera, igual de un momento a otro, no, pero sí una felicidad segura, no dependiente de los azares de la vida.
Señor director:
Aquí me tiene, dispuesto a iniciar la segunda parte del año. Continúo escribiendo para usted. ¿Sabe una cosa? Seguiré escribiendo en tanto mi mente tenga todas las lámparas encendidas. No le preocupen los números en mi Documento Nacional de Identidad. Tal como lo escribió Platón, los números son garabatos fríos, no tienen vida. La vida no está en un trozo de plástico emitido por el Ministerio del Interior con una horrorosa imagen de fotomatón para tenernos controlados a todos, siempre, desde la cuna a la fosa. No es eso. La vida, director, no consiste en vivir, sino en saber para qué se vive. En mi caso, seguiré escribiendo hasta el último minuto de mis facultades, porque yo no puedo quedar al margen de la misión que Dios me encomendó cuando Su Gracia me eligió.
Dicho lo dicho, tengo una pregunta: ¿Es usted feliz?
No se inquiete. El último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), publicado el pasado 8 de marzo, afirma que sólo 12 de cada 100 españoles se sienten felices. ¿Es usted uno de esos 12, señor director?
El mismo cuestionario registra que de 156 países España ocupa el puesto 37 en el denominado Informe Mundial de la Felicidad. No estamos mal, verdad, pero creo que tampoco estamos bien. Por lo que leo, las mujeres y hombres más felices del mundo viven en Dinamarca, Suiza e Islandia.
Habría que comprobarlo allí, sobre el terreno. Porque ¿cómo se mide la felicidad? ¿En término de riqueza per cápita o comodidad de vida?
Usted no lo recordará, pero el 3 del pasado mes de enero, El Roto, ese dibujante amargo que a usted le gusta reproducir del diario El País, retrató a un señor gordo, pinta de pueblo, gorra de visera y un cigarro encendido, apoltronado en un sofá. Frente a él, un almanaque recién estrenado con la inscripción en letras grandes: FELIZ NAVIDAD. El de la gorra escupe estas palabras: ¡Mentira!
Eso, mentira. ¿Cómo se califica el grado de felicidad? El 20 del pasado mes de marzo España celebró el día de la felicidad. Me recuerda aquella campaña que tuvo lugar en mis años mozos con anuncios machacones en prensa y radio: “Sonría, por favor”.
¿Lo comprende usted, director? Cuando hay que pedirle a todo un pueblo que sonría por favor, algo anda mal en los mecanismos del corazón.
El comercio aprovechó su día de la felicidad para hacer el agosto en Marzo. El Corte Inglés anunciaba unos cruceros marítimos con esta consigna: “Bienvenido a la felicidad con Costa Crucero y Viajes el Corte Inglés”.
Si un viaje en barco significara el encuentro con la felicidad, todas nuestras penas inundarían el océano.
Así somos. En este país suyo y mío, más suyo que mío, señor director, porque usted nació en él, yo no; en este país, digo, ha entrado la costumbre de dedicar un día a todo. ¿Por qué no dedicamos un día al día? Sí, ha leído bien, dedicar un día al día de hoy, que el de mañana traerá su fatiga. Así, pues, celebremos el hoy.
Hago mía la frase de la periodista Isabel Serrano: “la felicidad viene de dentro”. Aquí, en las afueras de la eternidad, la felicidad no tiene posibilidades. Beda, quien ocupó un lugar destacado en la cultura de la Edad Media, a quien desde el siglo IX se le conoce con el apelativo de “Venerable”, dejó escrito que para lograr una felicidad completa se precisan siete cosas:
Una vida no seguida de la muerte.
Una juventud que no marchite la vejez.
Una luz inalterable.
Una alegría sin mezcla de tristeza.
Una paz que jamás tenga alteración.
Una voluntad que nunca experimente obstáculos.
Un reino que no podamos perder.
Señor director: ¿conoce usted alguna persona que reúna estas cualidades? Yo, no; y la he buscado por los 83 países que me ha sido dado recorrer.
No, no he conocido a la tal persona, pero hace años, muchos años, descubrí el secreto de la felicidad. No una felicidad duradera, igual de un momento a otro, no, pero sí una felicidad segura, no dependiente de los azares de la vida.
¿Quiere usted que se lo explique? No lo necesita. Pero voy hacerlo. Entre otras cosas, porque para concluir este artículo aún me faltan dos folios de escritura a mano.
Digo: usted, yo, todos fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Dios es un Ser feliz y su intención al insuflar un soplo de vida propia en el barro amasado y esculpido en forma de figura humana era abrirnos las puertas a la felicidad. Estas puertas no se han cerrado. Desde entonces permanecen abiertas. A este lado y al otro. El drama es este: el ser humano sólo entra por la puerta de este lado, la del mundo en que vive. Busca la felicidad en la fama, en el placer, en el tedio, en el conocimiento, en el dinero, en la salud, en el poder, en la religión, en el amor. Error. Hay que abrir la puerta del otro lado. La puerta que conduce al cielo. Somos seres celestiales. Del cielo venimos. Al cielo vamos. En la puerta de este lado sólo hay carne, cuerpo, materia. En la del otro lado hay “cuerpo, alma, espíritu” (1ª Tesalonicenses 5:23). Para lograr la felicidad auténtica es preciso que estos tres elementos funcionen al mismo tiempo. Si creemos que en nosotros no hay espíritu de Dios; si creemos que no poseemos un alma inmortal; si creemos que todo nuestro ser es materia perecedera, diga usted adiós a la felicidad. Por muchos días que le dediquen. Aunque redoble sus anuncios el Corte Inglés. La felicidad está en Dios, sólo en Él. No se encuentra fuera de él. ¿Verdad, señor director? Páselo bien.
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